jueves, 17 de junio de 2010

La Cobaya de Pavlov



Desde sus primeros meses demostró tener una inteligencia muy superior a la que le adjudicaban los científicos. Javier, mi Cobaya, a sus 6 meses de edad era capaz de identificar los sonidos provenientes de su amo, y al hacerlo, emitía sonidos de alegría, de hambre, de calor y de sed. El sonido mas divertido que emitía Javier era el que hacía cada vez que yo abría el refrigerador y sacaba sus lechugas de la bolsa plástica donde éstas venían. El ruido emitido por la bolsa plástica era para él como la campana de Pávlov. Bien lo había dicho Iván Pávlov: “Cuando dos cosas suelen ocurrir juntas, la aparición de una traerá la otra a la mente".

El ruido de la bolsa plástica le producía la aparición de la siguiente idea a su mente: “Lechuga… Alimento de Dioses… Tengo hambre”, y comenzaba a hacer ese divertido ruido que pasó a ser el hilo musical de mi casa. Javier era para mí como los dos pajaritos enjaulados para mi vecina, y, después de analizarlo intensamente durante muchos meses, concluí que el cautiverio practicado por mi vecina era mucho mas grave que el mío. Pues, a decir verdad, Javier fue libre en el concreto. Durante las tardes el solía dar paseos por mi apartamento, pero siempre, sin excepción, su paseo terminaba en una esquina de la terraza, lugar donde se encontraban los paquetes de heno, de alimento y de zanahorias frescas. En ese lugar el encontraba refugio, y, como era de esperarse comía sin ningún tipo de control. Al principio pensé en reposicionar sus provisiones para que así no se indigestara todas las tardes, pero luego decidí que las dejaría allí. La búsqueda de alimentos con su olfato le enseñaría a rastrear. Y con el tiempo, se convirtió en un gran rastreador.

De acuerdo con el Veterinario, Javier no debía bañarse más de dos veces al año, pues, según él, su especie no necesitaba más que eso, y, además, podría afectarle la piel. “¡Tonterías!” pensaba yo, mientras el galeno de cobayas continuaba con su explicación antihigiénica de los años 40.

Mi abuela solía tener el mismo pensamiento anti-agua. Por algún motivo que desconozco, yo, sin importar cuantas horas hubiese jugado en el barro, no podía ducharme después de caer el alba. “¡No! ¡Ni se te ocurra ducharte a estas horas! ¡Agarrarías un pasmo!”. Yo, al ser 50 años menor que ella debía seguir sus consejos, y al regresar a casa, mis padres me desvestían con caras de asco y me dejaban en remojo durante 30 minutos en la bañera: “¿Por qué estas tan sucia? ¿Te duchaste? ¿Que es un pasmo?” me preguntaban mientras fregaban mi cuerpo con esponjas y jabón. Mis padres, a diferencia de sus progenitores, eran la antítesis a ese pensamiento anti-agua. Ellos amaban el agua, y por ello nos duchaban cuantas veces fueran necesarias para mantener nuestros cuerpos blancos y limpios. Y, esa fue la teoría que adopté: “Amo el agua, Amo ducharme 3, 4, 5 o 6 veces al día, El agua me limpia el stress…” Por ello, a Javier le bañaba todas las veces que podía, y él, al igual que yo disfrutaba sus baños en la vieja cacerola con agua tibia y jabón especial de gatos –no existía uno para cobayas-.

Los baños le relajaban, pero la tristeza de su dueña le preocupaba.

Ya no puedo recordar que sucedía en mi vida en aquél momento, pero lo cierto es que me encontraba muy triste. Es de esas épocas que sirvieron para aprender algo y el resto, decidí eliminarlo de mi memoria para dejar espacio a mejores recuerdos.

A lo largo de una semana, o quizás mas días, Javier vio y sintió que su dueña estaba muy triste. La vio llorar. E incluso la escuchó hablar sobre lo que le sucedía.

Pasada la tormenta decidí ponerme en pié nuevamente y, el primer paso fue darle un buen baño a Javier, pues durante la crisis de tristeza no lo había hecho. Mientras le bañaba descubrí que en su rabo no tenía pelos. “¡Oh Dios!...pero… ¿Qué es esto?” grité. Envolví a Javier en una toalla de manos, corrí hasta mi coche y me dirigí excediendo todo límite de velocidad existente al veterinario más cercano.

Luego de examinarle minuciosamente, el veterinario pronunciaría una frase que marcaría un antes y un después en mi vida.

-El animal está bien
-Javier, se llama Javier. Dije con tono de reproche
-Ah, bueno, si, que Javier está muy bien. Es una cobaya que está en muy buen estado de salud. Un poco pasadito de peso, pero bien. “Obvio…” pensé.
-¿A que se debe esa pérdida de pelo en su rabo? Le pregunté.
-Es extraño. No tiene nada en la piel. Al parecer se lo ha arrancado el mismo. Se ha ido mordiendo hasta quitarse todos los pelos de rabo. Y eso, eso tiene una única explicación.
-¿Si? ¿Cuál es esa explicación? Pregunté ya en tono desesperado.
-Estrés señorita. El animal ha pasado por una situación que le ha estresado.

Sin mediar mas palabra tomé a Javier en mis brazos, le pagué al veterinario y me fui de ese lugar. En el coche lloré durante varios minutos y le pedí que me perdonara. Mi tristeza le había afectado. Mis lágrimas le habían pelado su rabo. “Todo va a estar bien Javier…Ya verás… muy pronto volverás a lucir ese rabo peludo que tanta atención recibía…Y nunca más volveré a estar tan triste… mi tristeza te ha pelado tu rabo”. Pasados 2 meses, Javier lucía un largo mechón de pelo suave y brilloso en el rabo.

Hoy Javier se ha ido al cielo, y tal y como lo establecía Ivan Pavlov, cuando dos cosas ocurren juntas, la aparición de una ha traído la otra a mi mente. La partida de Javier me ha recordado que quienes te aman, y te rodean pueden sentir tu tristeza, y por ello sufren, y se pelan sus rabos con los dientes mientras te ven sin poder hacer nada. La muerte de Javier me ha hecho recordar que no importa cuan inesperada, preocupante, o desastrosa sea la situación por la que estas pasando. Siempre debemos limpiar rápidamente nuestras lágrimas y buscar el rayo de luz. Siempre debemos buscar la puerta de salida más cercana. Siempre debemos fabricar alegría para que quienes se encuentran a nuestro alrededor no se pelen sus rabos.

Yo creo en una vida hermosa después de la muerte en este plano, y por ello, creo firmemente que Javier nunca mas se arrancará los pelos de su rabo. Creo firmemente que comerá millones de zanahorias celestiales y lechugas frescas del olimpo. Creo que el está leyendo esta historia mientras emite ese sonido de felicidad que le producía su campaña: el ruido de la bolsa de plástico.

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