martes, 9 de noviembre de 2010

La Segunda es la Vencida


Durante mi vida he recibido únicamente dos bofetadas: una me la merecía, la otra no. Aquella que no merecía no surtió ningún efecto, salvo perpetuar la burla hasta el último de mis días. La que merecía cambió mi vida.

Por alguna extraña razón, en ambas ocasiones la bofetada me fue propinada con público. Siendo por tanto doblemente dolorosa, pues el ardor de la piel pasa a los pocos minutos, pero los comentarios de los testigos pueden ser devastadores: ¡Te hubieses visto la cara! ¿Te dolió? ¡Es que casi te caes! –Todos estos acompañados con rizas asfixiantes para mayor desgracia-. Incluso, un par de amigas siguen manifestando su deseo de poner alguna inscripción aludiendo a este hecho en mi tumba.

La primera bofetada la recibí de mi abuela. Nos encontrábamos en la fiesta de cumpleaños de mi hermanito, junto a unos 30 invitados que disfrutaban de la celebración. Ella, mujer fuerte, vigorosa y bastante temperamental se negaba rotundamente a que yo, niña de 10 años con cámara fotográfica nueva le tomara una foto. En un leve descuido de mi abuela, tomé mi cámara y me acerqué lentamente hacia el lugar donde se encontraba. “Clic” se escuchó. Inmediatamente se levantó de su silla y sin mediar palabras se abalanzó sobre mí. Yo le miré con ojos de corderito, pero, lamentablemente mi técnica no surtió el efecto que deseaba. Me acorraló en una esquina del recinto mientras mi grupo de amigas –unas 8 o 10 aproximadamente- miraban con curiosidad el espectáculo. Levantó su musculoso brazo y me asestó la bofetada. Los segundos posteriores al golpe no los puedo recordar. Quizás sea amnesia post-traumática, pero lo cierto es que unos minutos después yo estaba con mi cámara nueva retozando por entre los invitados y captando imágenes para inmortalizarlas en el tiempo.


La segunda fue ocho años después.

La segunda y última ocasión en la que recibí una bofetada fue presenciada, una vez más, por un grupo de amigas. Estas eran otras y ninguna había formado parte del público de la primera.

Ocho años después me encontraba yo en el momento más álgido de la crisis existencial ocasionada por la adolescencia. Me revelaba frente al mundo y cantaba: “Yo, soy rebelde porque el mundo me ha hecho así, porque nadie me ha tratado con amor, porque nadie me ha querido nunca oír…”.

De pronto, la opinión de mis padres ya no podía ser tomada como cierta y buscaba la verdad absoluta –como si yo pudiera encontrarla- fuera de las cuatro paredes del hogar donde había crecido. Comenzaba a cuestionarlo todo, y cuando digo todo, me refiero a todo. –el sistema de gobierno, el horario del colegio, la dieta que se seguía en casa, el uso indiscriminado del triturador de alimentos, el consumo de pollos estresados, la apatía de nuestros alcaldes ante la destrucción del medio ambiente, la lentitud con la que transcurrían los años, la existencia de usos y costumbres impuestos por la sociedad, la obligación de tener que usar trajes y chaquetas en la facultad de derecho, las normas, la inminente presencia de normas en todo ámbito que me rodeaba, entre otros-.

Aquella noche, a sabiendas de que mi madre me respondería con un frío “NO”, yo había solicitado el permiso de ir al cine con mis amigas a mi padre, quien había accedido ante mis manipulaciones con un “SI” no muy seguro.

En mi habitación nos encontrábamos mi hermana, mis tres amigas y yo, haciendo ese ritual que precedía a las salidas: Cada una traía su mochila con la ropa que había escogido meticulosamente dos días antes, incluso habían comprado algún accesorio que hiciera juego con sus zapatos o el color de la camiseta. Sin embargo, en ese momento nadie se sentía conforme con lo que había elegido 48 horas antes –lo que entenderíamos años después es que nadie se sentía conforme con nada en aquellos años- y comenzaba el intercambio textil: “¿Me prestas tus pantalones?” ¿Me veo bien? ¿Puedo ver lo que tienes en tu armario? ¡Si claro, usa lo que necesites! Este proceso se desarrollaba únicamente con hilo musical. La música formaba parte de todos nuestros actos. Sin música no comíamos, no bailábamos, no hablábamos, no nos vestíamos. La música era elegida en función de nuestro estado de ánimo, por ejemplo, para momentos de rebeldía extrema optábamos por Silvio Rodríguez (trovador cubano), para cuando sentíamos incomprensión ante los ataques injustos de la sociedad preferíamos el estilo rockero, y de cuyo gran abanico, escogíamos una mas o menos intensas dependiendo de la gravedad del daño moral que hubiésemos sufrido.

Finalmente, y mientras terminaba de sonar la última canción del disco de Metallica, me dirigí hacia la habitación de mi madre.

-¡Mamá, ya me voy! Mis palabras fueron rápidas, como también lo fue la reacción de mi progenitora.

-¿Perdón? Respondió ella, ladeando su cabeza y mirándome tan fijamente que sentí ansiedad y una necesidad inmediata de correr.

Mi respiración se aceleró. Solo tenía unos pocos segundos antes de que mi madre lograra entrar en mi cabeza y pudiese saber todo lo que yo había planeado. Ella tenía ese poder. Ella podía leer mis verdades hasta en el más mínimo movimiento que hicieran mis pupilas. Tenía que haber sido más rápida. Pero claro, yo olvidaba en aquel momento que ella me ganaba en edad, experiencia, y sobre todo, en inteligencia.

- Termina de entrar. Y cierra la puerta. Dijo ella.

“Cierra la puerta”. Esta frase llevaba inmerso un significado sumamente grave para mí. Significaba que iba a hablar conmigo. Había descubierto mi plan. Lo que iba a decirme era tan grave, que no podía siquiera ser escuchado por mi hermana que se encontraba en la habitación contigua. “¡Dios! ¡Dios! ¡Protégeme!” pensé.

- ¿A dónde vas? Me preguntó, mientras que, con la serenidad que le identifica, continuaba zurciendo un agujero que le había hecho mi hermano a uno de sus pantalones.

- Al cine. Respondí intentando mantener en secreto mis emociones
-¿Ah sí?

La ironía. Era de esperarse. La depredadora jugaba con su presa antes de aniquilarle.

-Y, si se puede saber, ¿A quien le has pedido permiso? Continuó

Como quien guarda esa última carta bajo la manga en una partida de póker, llené mis pulmones de aire, y respondí, con orgullo:

- a MI PAPÁ.

Mi madre dejó a un lado el pantalón, y, afortunadamente, también apartó de sus manos las tijeras y la aguja. Se incorporó y me dijo: “Pues, lamento decirte que no vas. Y no pierdas tu tiempo intentando que cambie de decisión”. Seguidamente cogió su teléfono, llamó a mi padre y acordaron revocar inmediatamente el permiso que me había sido otorgado.

En aquel momento, mi madre supo que había hecho caso omiso al orden jurisdiccional que reinaba en mi casa. Había obviado “su instancia” y con premeditación, me había dirigido directamente al “juzgado superior en jerarquía” (mi padre), y esto era algo sumamente grave. Así pues, mi madre decidió, haciendo uso de su poder discrecional, solicitar, de oficio, la nulidad inmediata de todo y cuanto permiso se hubiere podido haber otorgado a mi favor.

El estado de indefensión en el que me encontré generó en mí un sentimiento nunca antes visto en mí: Ira. Así que, frente a los hechos, y en defensa de mis intereses rebatí las alegaciones de mi madre.

-¿Me has quitado el permiso que me dio mi Papá? Pregunte con la cabeza en alto y el pecho afuera mientras le miraba desafiante.

-Si. Respondió secamente

-¿Porqué? Insistí

-¡Porque aquí hay normas y hoy no puedes salir!

-ah ¿Si? En este punto yo ya había perdido toda mi cordura, y continué: “O sea, yo pido permiso para ir al cine y tu vas y me lo quitas porque eres muy lista ¿no?”

(Nota del Autor: en realidad la palabra que dije a mi madre fue otra. Un poco mas fuerte y cuyo significado real solo puede entender un venezolano. Para los venezolanos, dije: “O sea, yo pido el permiso para ir al cine y tu vas y me lo quitas porque te la das de rata ¿no?)

Silencio.

Desde donde yo estaba podía escuchar como se aceleraba la respiración de mi madre. Sus músculos se tensaron inmediatamente. Yo, como el ratoncillo que está dentro del terrario con la serpiente, intenté escapar. Agaché la cabeza y encorvé mi torso como una reacción instintiva para proteger a mi corazón. Había faltado al respeto de mi madre. Ella, llevaba soportando mis respuestas temperamentales de adolescente durante mucho tiempo y esa había sido la última gota que derramaría su vaso –uno muy grande-.

Se incorporó rápidamente y caminó hacia donde yo estaba. Yo, con la visión nublada de terror, abrí la puerta de su habitación y salí hacia el pasillo. En el mismo momento, mi hermana y mis amigas se personaron en el pasillo. Y allí estábamos, yo en una esquina, mi madre acercándose cada vez más a mi encuentro, y un público atento a lo que sucedería. No tenía escapatoria. Estaba atrapada entre la pared y mi madre.

Cuando se encontraba a unos 50 centímetros de distancia de mí, mi madre comenzó a elevar su brazo derecho. Y, así fue como supe que, por segunda vez en mi vida, recibiría otra bofetada. Esta vez por ser estúpida e insistentemente rebelde ante la simple normativa que existía en el Reino de mi casa.

El dolor que me causó esta bofetada fue tan fuerte que no recuerdo las expresiones de las personas que estuvieron presentes, como tampoco recuerdo sus comentarios. Esta vez el dolor no fue físico –pues, en realidad, ella no empleó fuerza-, sino moral. Mi madre, mujer serena, amorosa, y muy, muy paciente, había sucumbido ante mis constantes agresiones verbales y había tenido que tomar una medida extrema. Unos meses después ella confesó: “Esa bofetada me dolió mas a mí que a ella”. Y, le creo.

El efecto de esta segunda y última bofetada se ha prolongado durante muchos años. Este golpe surtió el efecto de “bofetada a un histérico”-y créanme que estoy totalmente en contra de la violencia-. La histeria producida por un novio nuevo a los 18 años, o por la libertad que te asegura alcanzar la mayoría de edad, debía ser controlada. Debía entrar en razón y entender que: todo en la vida tiene su momento, que para cosechar una planta primero hay que sembrar una semilla, que mi familia siempre jugaría en mi equipo, que antes de correr hay que aprender a caminar, que gracias a la existencia de ciertas normas de convivencia la humanidad no ha desaparecido, que vivir cada minuto como si fuera el último no significaba ir a todas las fiestas a las que me invitaran, que la paciencia era un ingrediente clave para mi felicidad, y que tenía que comenzar a desarrollar trabajando arduamente y sin descanso.

Un poco mas de ocho años han transcurrido desde aquella noche y comienzo a creer que las crisis existenciales del ser humano suceden, justamente, cada 8 años, pues, alcanzados los 26 años, comenzó una nueva búsqueda de la verdad, una nueva rebeldía interna que me impulsaba a contradecir las normas que agentes externos intentaban imponerme. Esta vez, circunstancias como la de emigrar a un mundo nuevo, abandonar mi zona de confort para enrumbarme hacia lo desconocido, el hecho de integrarme activamente en la sociedad y el ámbito laboral, descubrir que no todo es tan rápido como lo pensé, y, contraer matrimonio mientras sucedía todo lo anterior, generó en mí una nueva crisis, pero que, a diferencia de las otras, no me ha supuesto una bofetada mas, pues, cada vez que siento la necesidad de correr en vez de caminar, o de cosechar un árbol sin haberlo sembrado, recuerdo aquella noche en la que la vida me enseñó que a veces las cosas no suceden como y cuando uno las quiere, pues “todo sucede en el lugar y el momento perfecto”. Además, si cada vez que intente burlar la normativa del ritmo natural de las cosas voy a recibir una bofetada, como ha venido ocurriendo, estadísticamente hablando, opto por seguir marchando al compás que me marque la vida.