sábado, 23 de julio de 2011

Respire normalmente


“En caso de que se produzca una descompresión en cabina, las máscaras caerán desde el compartimiento superior. Tire de ella, colóquesela sobre boca y nariz y respire normalmente”



Esto es, si mal no recuerdo, lo que dicen las mujeres altas con moños de bailarinas en los aviones cada vez que hacen ese ritual que precede al despegue del avión. Dicen que los secretos más importantes del mundo se encuentran escondidos a la vista de todos. Y esta frase es uno de esos secretos.

El instinto de supervivencia es algo con lo que los hombres no podemos luchar. Tan cierto es que, varias veces al año, mueren personas en “estampidas”. Suceden en conciertos, en discotecas en las que se inicia un pequeño incendio en un baño... ¡Ah! y en La Meca, a la que acuden todos los musulmanes del mundo, una vez al año, y dan vueltas alrededor de ella para honrar a Alá. –También sucede en otros reinos animales: Mufasa, Rey León, padre de Simba, muere en una estampida de ñúes-

En cada célula de nuestro cuerpo, está tatuado un protocolo de seguridad que nos empuja inexorablemente a huir en caso de peligro. Puede incluso que se trate de feligreses o peregrinos que están reunidos en un templo, iglesia, mezquita, o como se le llame a la casa de Dios. Esto es algo fascinante –si no terminas aplastado por ellos, claro está-.

Si en la casa de Dios, y hablaré de una Iglesia, por ser el catolicismo mi religión, el sacerdote detuviera la segunda lectura y dijera:


“Queridos hermanos, hermanas, esta casa de Dios, en la que hoy nos encontramos reunidos, está a punto de derrumbarse. Podéis ir en paz. Hacedlo ordenadamente, pero rápido. Insisto, en paz, pero rápido. Que Dios este con Vosotros”


¿Qué pasaría?... Una estampida. Una estampida de católicos, desesperados, que cogerían de la mano –o de la camisa o de los pelos- a sus seres queridos y correrían como nunca lo han hecho para lograr salir, lo antes posible, de la Casa de Dios. En ese momento, el homo sapiens retrocede en su evolución y se convierte en un ñu de la Selva.

Cuentan las leyendas que en los barcos es distinto. Se dice que cuando el barco se está hundiendo, el Capitán siempre decide hundirse con su barco, asido al timón. Dicen que el Capitán, organiza la evacuación de pasajeros –de haberlos-, tripulación, y hasta mercancías y les despide con una gran sonrisa. Seguidamente, el orgulloso marinero, regresa a su lugar, se sirve una copa de brandy y se sienta frente al timón. Frente a ese timón que ha asido durante tantos años y que le ha llevado a los lugares más inhóspitos de los mares. El Capitán ama tanto a su timón, a su barco, a las travesías que ha hecho con él, a sus mares y a sus tormentas, que prefiere hundirse con él. Quiere morir asido al timón, porque vivir sin él sería como encadenarse perpetuamente a una vida… pero muerto.

Desde que el mundo es mundo han existido momentos de crisis. Desde que el mundo es mundo el hombre ha encontrado motivos para vivir un momento de crisis. Si se busca, siempre se encontrará una razón para sufrir, para correr, para huir, para aplastar a tu hermano, para abandonar al necesitado. No es necesario estar en un barco que se hunde o en un avión en el que ocurre una descompresión en cabina para reaccionar como un Ñú. Porque el hombre reacciona en “Estampida” por motivos muchísimo menos alarmantes.

No obstante, si estamos en una situación de crisis –alarmante, terrorífica, agobiante…- hemos de recordar que: En todo momento, desde el Compartimiento Superior –nótese las mayúsculas-, caerá una máscara, con la que podremos respirar normalmente.

El compartimiento Superior actúa automáticamente. ¡Tú lo sabes! (Y las aerolíneas también lo saben…quizás este conocimiento les haya sido revelado porque la mayor parte de su trabajo la realizan en el cielo…) No es necesario pedirle al Compartimiento Superior que te dé una máscara para que puedas respirar puesto que Él ya lo sabe. De tratarse de una descompresión, la máscara aparecerá frente a tus ojos y tú podrás –como de hecho sucede siempre- respirar con tranquilidad un oxígeno limpio y puro que te permitirá seguir adelante en tu vuelo, en tu travesía… En tu barco. Al final, y llegado el momento, podrás despedir a toda tu tripulación con una gran sonrisa, y tú Capitán de tu propia vida, te hundirás satisfecho, asido al timón, en la profundidad del amor que te permitió navegar por tantos mares.

jueves, 21 de julio de 2011

Un pequeño paso



Hace algunos años, un 21 de julio, y sobre esta misma hora, millones de personas veían, incluso con lágrimas en los ojos, como el Sr. Armstrong se convertía en el primer ser humano en pisar la superficie lunar. El Sr. Armstrong no iba solo. La Misión espacial Apolo 11, iba tripulada, además, por Edwin, Buzz y Michael (pobres… solo se hizo famoso el tal Armstrong)

Tras seis horas de haber alunizado -¿Qué harían 6 horas dentro de aquel aparato en vez de salir? seguramente jugaban con la gravedad mientras en Houston sufrían de ansiedad y preparaban sus micrófonos para decir "Tenemos un problema" o en versión original "Houston, We have a situation"- , el Sr. Armstrong descendió del Águila y dio el salto pronunciando la frase: "Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la Humanidad"

Aquella imagen y aquellas palabras recorrieron el mundo entero. Las familias se reunieron frente a sus televisores en blanco y negro y presenciaron cómo, una vez más, algo que parecía total y completamente imposible acababa de suceder. Aquello, supuso, como muy acertadamente lo manifestó Neil Armstrong un pequeño salto para el hombre y un gran salto para la humanidad.

Tras haber instalado las cámaras, los tripulantes del Apolo 11 se comunicaron con el Presidente de los Estados Unidos de América de aquel entonces Richard Nixon.

En esta llamada, el Sr. Nixon manifestó:
“Hola Neil y Buzz, les estoy hablando por teléfono desde el Despacho Oval de la Casa Blanca y seguramente ésta sea la llamada telefónica más importante jamás hecha, porque gracias a lo que han conseguido, desde ahora el cielo forma parte del mundo de los hombres y como nos hablan desde el Mar de la Tranquilidad, ello nos recuerda que tenemos que duplicar los esfuerzos para traer la paz y la tranquilidad a la Tierra. En este momento único en la historia del mundo, todos los pueblos de la Tierra forman uno solo. Lo que han hecho los enorgullece y rezamos para que vuelvan sanos y salvos a la Tierra"


Y así lo hicieron, la tripulación regresó a la Tierra sana y salva.

Existen momentos de nuestra historia que no debemos olvidar. Si no que, por el contrario, debemos mantener presentes a cada instante. Creer en lo imposible ha hecho que muchos seres humanos descubran maravillas. Si estas personas, no hubiesen creído en que el hombre podía viajar a la luna no supiésemos ni de Armstrong, ni de los cráteres de la luna, ni de que aquello era "un pequeño paso para el hombre". Y lo más grave, no hubiésemos podido ver las fotos que le hacen a nuestro Planeta Tierra desde el espacio.

Sin embargo, ellos creyeron en lo imposible. Ellos, como lo han hecho otros tantos millones de personas, han creído en lo imposible. Y han dado un pequeño paso, y luego otro más, que nos ha dejado a las generaciones futuras de la humanidad, la seguridad de que lo imposible es algo que depende únicamente de nuestra decisión.

Cada uno de nosotros, y durante cada día de nuestras vidas, damos un pequeño paso para el hombre y dejamos una huella. Cada vez que decidimos seguir a nuestro sueño, dejamos una huella aún más indeleble. Un pequeño paso, por insignificante que parezca, puede suponer un gran paso para la humanidad, para tu felicidad.

Desea siempre lo imposible...

lunes, 18 de julio de 2011

Sube al Ascensor



Durante todos los años de mi corta –o digamos mediana- pero muy aprovechada vida, siempre he vivido en edificios. He vivido en octavas, décimas y doceavas plantas. Por tanto, el ascensor siempre ha sido un elemento fundamental para mí y mi familia.

El ascensor era para nosotros como el pan mismo, como el agua o como el aire que respirábamos en aquellos momentos, así que, cuando se estropeaba, toda nuestra vida se desequilibraba y reinaba un caos repugnante. Sobre todo teniendo en cuenta que el ascensor siempre se estropeaba cuando habíamos ido de compras y todos los miembros de mi familia llevábamos al menos 5 bolsas en cada una de nuestras manos.

En cierta forma, creo que los constantes fallos mecánicos en aquél ascensor que nos llevaba hasta nuestra doceava planta, indujeron a mis padres a mudarse. La gota que rebasó aquél barril, fue el día que compramos nuestro primer árbol de navidad. Mi madre quería uno grande –era el primero, tenía que ser colosal-. Así pues, mis padres compraron un árbol de 2 metros de altura, y junto a él, todos los adornos que pudieran tupir generosamente aquel gran follaje. En total, llenamos el maletero del coche y el asiento trasero con una caja de 2,50 metros de largo, y 10 bolsas llenas de adornos. Al llegar a nuestro edificio y posarnos frente al ascensor, leímos, con estupefacción, un cartel que habían dispuesto en su puerta “FUERA DE SERVICIO” … Por tratarse de nuestro primer árbol de navidad, decidimos no ir a dormir a casa de la abuela y regresar al día siguiente. Mis padres se hicieron con dos bolsas cada uno y entre ambos cargaron la caja que contenía nuestro árbol. Nosotras, pequeños renacuajos llenos de alegría y de espíritu navideño, cargamos con las bolsas restantes. Hicimos dos o tres paradas antes de llegar a nuestro destino, pero repito, la fuerza que nos empujó a subir andando todos aquellos pisos, fue la navidad. Fue el espíritu de nuestro Señor que estaba a punto de nacer.

La existencia de este aparato –cuando funcionaba- que nos transportaba desde la planta baja hasta nuestro hogar tenía sus desventajas. Por ejemplo, mi abuela, sufría de claustrofobia, y durante los 5 años que vivimos en la doceava planta de aquél edificio nunca nos fue a visitar. Mi abuela llegaba al portal del edificio, tocaba el timbre y nosotros bajábamos para conversar con ella. Pero ella nunca subió. Salvo aquella ocasión en la que mis hermanos y yo nos enfermamos.

Aquella mañana me desperté como todos los días, me vestí con el impecable uniforme que exigían las monjas de mi colegio y me senté a la mesa. Mi madre se encontraba de espaldas, sirviendo el café. De pronto volteó para mirarme con esa sonrisa que siempre he amado y me dijo, con voz de ternura: “ay… mi niña, tienes paperas” -¿Qué maneras son estas de anunciar una enfermedad?- Evidentemente, su profesión –médico- le ha deformado su conducta. Mi expresión de terror tuvo que haber sido lo suficientemente alarmante como para que mi madre se dispusiera frente a mí, con papel y lápiz, y me explicara detalladamente lo que era esta enfermedad. Me dijo: "Tranquila hija mía, es normal… como la varicela que te dio cuando tenías 2 años pero que no recuerdas. Hoy no podrás ir al Colegio, y recuerda, no puedes estar de pié porque “se te bajan” , y sin más comentario, continuó preparando el desayuno.

Frente al espejo pude ver como mi cara se asemejaba cada vez más a la de una rana. Pero independientemente de mi horroroso rostro anfibio, yo solo pensaba en que las “paperas” se pudieran bajar. No sabía a qué lugar de mi cuerpo se podían bajar, pero, sin lugar a dudas aquella advertencia me mantuvo en cama unos cuantos días. Y más cuando, dos días después, mi hermano se despertó con un par de cachetes anfibios casi igual o peores que los míos, seguida por mi hermana a las 24 horas siguientes. De este modo, y en cuestión de tres días, todos los hermanos nos encontrábamos postrados en nuestras camas sin poder andar por miedo a que se nos “bajaran las paperas” a algún lugar del cuerpo que no conocíamos pero que podía llegar a ser muy pero que muy grave.

Mi abuela deseaba vernos. Como siempre. Pero entre su deseo y la posibilidad de hacerlo realidad, existía un gran obstáculo: EL ASCENSOR.

Todos los días llamaba por teléfono, para preguntarnos como estábamos. Siempre le respondíamos que estábamos bien, que parecíamos ranas pero que no nos dolía nada. Ella insistía en que no camináramos porque se nos podían bajar las “paperas”. Seguidamente nosotros corríamos a la cama y nos acostábamos.

El tiempo transcurrió sin que nuestros cachetes recobraran su tamaño normal así que mi abuela, decidió, firme e irrevocablemente enfrentarse a su terrible adversario, El Ascensor.

Aquella tarde, mi abuela llamó para avisarnos que a las 13.00 horas llegaría al portal de nuestro edificio. Nos preguntó cuantos minutos demoraba el ascensor en llegar a la doceava planta. Le respondimos que nunca habíamos contado el tiempo, pero que podían ser 40 segundos. Mi abuela, armada de valor, y con voz temblorosa, manifestó: "Si a las 13:05 no he tocado a la puerta es que he muerto dentro de ese asqueroso aparato ¡Quien habrá inventado esa atrocidad!" Y cortó la llamada.

Nosotros, tres niños-anfibios, nos reímos y esperamos a que mi abuela tocara a nuestra puerta.

Y así lo hizo. A las 13.01 abrimos la puerta y nos encontramos con una abuela sudorosa y pálida. Inmediatamente la sentamos en el sofá y le dimos un poco de agua con azúcar. Ella, mientras se secaba el sudor, nos miraba como nunca antes lo había hecho. Y nosotros, aunque pequeños, entendimos que lo que acababa de hacer nuestra abuela era un acto heroico por amor a nosotros. Entendimos que aquella mujer, había enfrentado, incluso pensando que podía morir en el intento, a su magno miedo “El ascensor”, para hacer realidad su sueño.

¿A Cuántos ascensores hemos tenido que enfrentar? ¿Cuántos ascensores están justo en frente de ti, a la espera de que subas? ¿Cuántos ascensores han subido sin ti? ¿A cuántas personas has dejado de visitar por no subir en ese ascensor? ¿Cuántas bellezas has dejado de admirar por estar sentado, en el portal de un rascacielos?

Para alcanzar una meta, no se necesita sino tomar la firme decisión de alcanzarla. Incluso si en medio del camino, te cueste la vida. A los miedos hay que recibirlos con un ramo de flores, invitarlos a casa y darles de cenar. Hay que tratarles con amor… y llevarles de paseo. Al final, ese mismo “ascensor” al que temías subir, terminará elevándote hacia tu sueño, o al menos, hacía un lugar más cercano a él.



…En cuanto a las paperas, nunca se nos bajaron a ningún sitio. Creo que es una mentira-médica para mantener a los niños en cama, porque esta enfermedad, se suele padecer entre los 5 y los 13 años.

domingo, 17 de julio de 2011

De amor y Océanos


En el océano existen tantas especies como hombres en la tierra. Incluso hay quienes dicen que solo se han descubierto un veinte por cien de las que lo habitan. Esto es un hecho que, a decir verdad, puede ser escalofriante. Puesto que, quizás, puede que en el océano habiten animales gigantes, venenosos y carnívoros a la espera de que algún alma perdida se acerque a sus cuevas. Sin embargo, creo que lo más sano, hasta tanto no se descubra ese ochenta por cien restante, es continuar disfrutando de las especies marinas que ya conocemos y con las cuales podemos convivir en el planeta tierra.

Siempre creí que los únicos seres que sentíamos amor, y por ende, desamor, y sufríamos y llorábamos, éramos los hombres. Hasta aquella tarde del mes de Julio.

Durante aquellos días, me encontraba sumida en un estado de embriaguez universal. De pronto parecía que todos mis experimentos con el universo y el poder que le identifica estaban dando resultado. En medio de mi concentración-comunicación con el mas allá y el más acá, mientras miraba hacia el horizonte, sentada frente al mar, observé como un objeto danzaba en la orilla del mar. Sin dudar ni un segundo, me puse de pié y me acerqué hacia lo que, desde lejos, parecía ser un pequeño baúl.

Se trataba de un baúl, metálico y con un cierre hermético. Cogí el objeto, y me fui hasta el espacio de arena en el que había ubicado mi sombrilla, mi toalla, y mi libro. Abrió fácilmente. No tenía ningún tipo de candado, ni necesité desencriptar alguna clave para hacer girar un perno que activara la apertura del objeto. –qué extraño, ¿no?-

En el interior del baúl se encontraba una carta, protegida muy acertadamente con un envoltorio plástico. Mi corazón latía rápidamente. Así que, para evitar sufrir un infarto en aquél instante, abrí el envoltorio y saqué de su interior la carta. Se trataba de 20 folios escritos con una caligrafía impecable –y muy pequeña, además-. Aquello había llegado a mis manos por algún motivo, y yo, seguidora fiel de los pequeños y grandes mensajes de Dios, me dispuse, sobre mi toalla, y bajo la sombrilla a leer el contenido de aquel profundo, y lo digo literalmente, documento.

“Escribo esta breve historia, para todo aquel que haya naufragado persiguiendo a quien amaba. Escribo para que nunca, ni en el fondo, ni en la superficie del mar, pueda si quiera existir la duda de que aunque no se llegué a alcanzar el final que esperábamos, la meta fue alcanzada. Escribo para que entre los seres que habitan este océano puedan descubrir, con la vista puesta en su sueño, que a veces el naufragio de un amor, no se debe a uno o al otro, sino a la profundidad en la que cada uno de ellos habita”



Con una introducción como esta no pude sino apoyar los codos en la arena e introducirme total y completamente en la lectura que fue haciéndose cada vez mas y mas hermosa. No sabía quien había escrito aquella carta, pero decidí –con mucho esfuerzo- no leer la firma al final de aquel escrito. Y continué leyendo, mientras el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte y las familias comenzaban a recoger sus campamentos –mientras mama recogía, los hijos lloraban por aquél fatídico hecho: el día de playa había culminado. Pobres almas-


“Yo nací en este lugar, a 50 metros de profundidad. Por algunos amigos, sabía que existía mucho más océano y muchas más especies distintas a mí. Además, me explicaron las diferencias entre nosotros y aquellos que vivían a más o menos profundidad. Sin embargo, nunca imaginé que quienes habitaban en la superficie podían ser tan hermosos.

Nosotros, los peces que vivimos a muchos metros de profundidad poseemos características maravillosas. Como vivimos en lugares muy poco iluminados, desarrollamos nuestros ojos y somos capaces de ver a muchos metros de distancia. Además, la mayoría de nosotros tenemos cuerpos luminiscentes, y con éste brillo, solemos ayudarnos entre nosotros y, si, también lo usamos para atraer a nuestras presas.

Siempre pensé que todos los que habitábamos este mar podíamos relacionarnos sin ningún tipo de limitación. Es decir, una vez descartada la posibilidad de que estuviera frente a un depredador, creía que no existía barrera alguna que impidiera enamorarse de uno u otro pez que apareciera por estas aguas.

Una noche, mientras yo descansaba en la arena, todo comenzó a agitarse violentamente. No era una tormenta de las que había presenciado. Se trataba de algo peligroso, porque lo presentíamos. Inmediatamente, nuestro instinto animal nos hizo salir de las cuevas, escondrijos y rocas para nadar hacia el norte. En este momento de crisis, me impactó ver cómo el lenguaje natural se encargaba de manejar toda la situación. Yo nade lo más rápido que pude. De pronto se oyó la más fuerte explosión que jamás se hubiera escuchado en aquel mar.

Seguidamente un silencio eterno se apoderó de mí. Cuando recobré la consciencia no recordaba lo que había sucedido, ni en qué lugar me encontraba, ni que habría sido de mis hermanos y amigos. Sin embargo, a los pocos segundos todo fue volviendo a mi memoria.

Me moví lentamente. Adolorida por los golpes que –supongo- había recibido luego de aquel movimiento brutal de nuestro fondo marino, me acerqué hacia un coral de color rosa brillante. Nunca había visto nada igual. Embelesada por aquellos colores, decidí concentrarme en mi respiración mientras me dejaba llevar por una corriente de agua tibia. De pronto, abrí los ojos y vi que un pez se aproximaba al lugar en el que yo me encontraba. Víctima de muchas historias de terror narradas por mis antepasados, nadé desesperadamente en busca de algún agujero en donde esconderme. Pero aquél pez me ganaba en rapidez y en fuerza. Así pues, decidí jugar mi última carta.

Me hice la muerta.

El pez, se acercó a mí y comenzó a zarandearme, mientras me decía que todo iba a estar bien. Yo pensé que era parte de su estrategia para devorarme íntegramente así que continué en mi estado aparentemente vegetativo. Además pensé, “quizás el “zarandeo” sea la forma de aniquilarme”. Finalmente el pez cesó en su brutal manera de devolverme a la vida. Y ante su evidente preocupación, decidí abrir los ojos. Y le vi. Aquello fue maravilloso. Nunca había visto unos ojos como aquellos. Su mirada superaba con creces, lo que cualquier palabra pudiera expresar.

Y así conocí a Grot. El me ayudó a sanar mis heridas y me explicó que lo que aquello había sucedido se llamaba “Tsunami”. Por noticias llegadas de la superficie, me contó, además, que aquél fenómeno había afectado mucho en la tierra y que muchos hombres habían muerto. Tras varios días recibiendo historias y noticias desde varios puntos de la geografía oceánica, supe que me encontraba a unos 15 metros de profundidad y muy lejos de mi hogar.

Me encontraba totalmente perdida. Mi hogar había sido desplazado a algún lugar que yo desconocía. Mis hermanos quizás habían muerto. Y, por si esto fuera poco, me costaba respirar y no había alimentos para peces como yo.

Grot era un pez libre y el conocimiento que tenía a cerca del universo, y de la esencia de todo aquello que nos rodea, me llevó, obligatoriamente a intentar adaptarme a aquel nuevo mundo que me ofrecía una razón para continuar sonriendo. Yo, pez de fondo y luminiscente, no demoré mucho tiempo para comenzar a sentir por Grot algo más que un sincero agradecimiento.

Durante aquellas semanas, mi cuerpo comenzó a adaptarse a la presión, y respirar a 15 metros de pronto se me hizo sencillo. Además, con la ayuda de Grot, encontré dos o tres plantas que satisfacían mi apetito. Aquello era realmente maravilloso. El colorido de ellos, de sus corales, de sus plantas… había tanta vida en aquel lugar. De pronto la oscuridad de mis cuevas y mis amigos brillantes se me antojaban aburridos y sin sentido.

La sencillez de Grot le daba sentido a mi profundidad, y mi profundidad se la daba a la sencillez de Grot. Era una simbiosis perfecta. Ambos estábamos en el lugar preciso para aprender el uno del otro lo que necesitábamos para seguir adelante en busca de nuestros sueños.

Unos meses después, comencé a sentir que mi cuerpo no estaba bien. Mis aletas no reaccionaban y ni que decir de mi capacidad luminiscente.

Con preocupación la colonia que habitaba a 15 metros de profundidad me examinó y determinaron que, debía regresar a mis profundidades lo antes posible. De no ser así, mis órganos comenzarían a fallar uno a uno hasta llevarme a… mi muerte.

Grot decidió acompañarme. Así pues, comenzamos el descenso. Cada metro que descendíamos producía serias consecuencias en Grot, puesto que su cuerpo no estaba acostumbrado a esas presiones. Y sin embargo el mío, se adaptaba rápidamente. No obstante, Grot, luchador por naturaleza, intentó desafiar a su cuerpo, una y otra vez. Metro a metro. Cuando nos acercábamos a los 30 metros, noté como de pronto, su cuerpo se hacía más compacto, más delgado. Y le exigí inmediatamente que se detuviera.

En aquel instante, comprendí que Grot ya no podía descender ni un metro más. Sus huesos se estaban comprimiendo lentamente y no existía en aquel lugar alimento que pudiera revitalizar a Grot. Yo, por mi parte, ya no podía regresar a la superficie. Le miré fijamente, y él me devolvió la mirada. No hizo falta palabra alguna. Ambos supimos que era el momento de nuestra despedida.

Mis ojos se llenaron de lágrimas y la única palabra que pude pronunciar fue: Gracias. Le agradecí por haberme ayudado a superar aquel tsunami. Le agradecí por haberme guiado en mi adaptación a un mar distinto. Le agradecí por haberme hecho recordar que se siente amar incondicionalmente y ser amado del mismo modo. Le agradecí por haberme recordado que a él, a mí, y a todos, nos une una fuerza mucho mayor que cualquier tsunami: el amor. Le abracé por un buen rato, hasta que recordé que él debía ascender inmediatamente. Le pedí que nunca olvidara que en el fondo del mar tiene a alguien que le ama incondicionalmente. Porque con él, entendí que el amor no se desvanece con las distancias. Entendí que el amor vive y perdura eternamente independientemente de la posibilidad que tengan dos cuerpos de estar unidos físicamente. Entendí que el amor, es un sentimiento que se lleva en el alma y no en los cuerpos.

Mi regreso a las profundidades fue doloroso. Fui descendiendo lentamente mientras veía alejarse a aquél pez que llegó a mi vida para enseñarme la grandeza y la pureza del amor.

Las coordenadas que me habían dado fueron las correctas pues llegué, sin pérdida alguna a mi hogar. Allí estaban mis hermanos y mis amigos. Cada uno tenía una historia distinta que contar sobre los meses que estuvieron deambulando por el vasto océano que nos rodeaba.

Hoy, decidí escribir mi historia para todos aquellos que han amado a alguien de otros océanos. Yo, pez de profundidad y cargado de luz, intenté vivir en aguas superficiales. Intenté adaptarme de todas las maneras posibles a aquella vida, a aquellos alimentos, y sin embargo no pude soportarlo. El, pez de aguas superficiales, colorido y soñador, hizo hasta lo imposible para lograr descender a los confines de mis orígenes, pero casi le cuesta la vida.

Y es que en este vasto océano, en el que todos respiramos del mismo modo, debemos comprender que, en muchas ocasiones, el naufragio de un amor, no depende del compromiso del uno o del otro, sino de su propia naturaleza. Debemos comprender que, si vemos a nuestro pez azul fallecer lenta y dolorosamente, es porque algo anda mal. Pues o uno o el otro está fuera de su hábitat.

A 50 metros de profundidad, se despide este pez que, durante algún tiempo, intentó amar en otros océanos

Firmado: Estrella”




Tras haber leído aquél escrito, ya había caído el alba. No quedaba ni un alma en aquella playa de arenas pálidas. Y sin embargo, no sentí soledad. Doblé cuidadosamente todos los folios, y los introduje nuevamente en el baúl. Caminé hacia la orilla del mar y lo lancé lo más lejos que pude. Mar adentro. Esta carta tenía que ser leída por muchas más personas en esta vasta tierra en la que habitamos hombres y mujeres de distintas profundidades, y que, en más de una ocasión hemos intentado, incluso arriesgando nuestra propia vida, amar en otros océanos.