jueves, 17 de junio de 2010

La Cobaya de Pavlov



Desde sus primeros meses demostró tener una inteligencia muy superior a la que le adjudicaban los científicos. Javier, mi Cobaya, a sus 6 meses de edad era capaz de identificar los sonidos provenientes de su amo, y al hacerlo, emitía sonidos de alegría, de hambre, de calor y de sed. El sonido mas divertido que emitía Javier era el que hacía cada vez que yo abría el refrigerador y sacaba sus lechugas de la bolsa plástica donde éstas venían. El ruido emitido por la bolsa plástica era para él como la campana de Pávlov. Bien lo había dicho Iván Pávlov: “Cuando dos cosas suelen ocurrir juntas, la aparición de una traerá la otra a la mente".

El ruido de la bolsa plástica le producía la aparición de la siguiente idea a su mente: “Lechuga… Alimento de Dioses… Tengo hambre”, y comenzaba a hacer ese divertido ruido que pasó a ser el hilo musical de mi casa. Javier era para mí como los dos pajaritos enjaulados para mi vecina, y, después de analizarlo intensamente durante muchos meses, concluí que el cautiverio practicado por mi vecina era mucho mas grave que el mío. Pues, a decir verdad, Javier fue libre en el concreto. Durante las tardes el solía dar paseos por mi apartamento, pero siempre, sin excepción, su paseo terminaba en una esquina de la terraza, lugar donde se encontraban los paquetes de heno, de alimento y de zanahorias frescas. En ese lugar el encontraba refugio, y, como era de esperarse comía sin ningún tipo de control. Al principio pensé en reposicionar sus provisiones para que así no se indigestara todas las tardes, pero luego decidí que las dejaría allí. La búsqueda de alimentos con su olfato le enseñaría a rastrear. Y con el tiempo, se convirtió en un gran rastreador.

De acuerdo con el Veterinario, Javier no debía bañarse más de dos veces al año, pues, según él, su especie no necesitaba más que eso, y, además, podría afectarle la piel. “¡Tonterías!” pensaba yo, mientras el galeno de cobayas continuaba con su explicación antihigiénica de los años 40.

Mi abuela solía tener el mismo pensamiento anti-agua. Por algún motivo que desconozco, yo, sin importar cuantas horas hubiese jugado en el barro, no podía ducharme después de caer el alba. “¡No! ¡Ni se te ocurra ducharte a estas horas! ¡Agarrarías un pasmo!”. Yo, al ser 50 años menor que ella debía seguir sus consejos, y al regresar a casa, mis padres me desvestían con caras de asco y me dejaban en remojo durante 30 minutos en la bañera: “¿Por qué estas tan sucia? ¿Te duchaste? ¿Que es un pasmo?” me preguntaban mientras fregaban mi cuerpo con esponjas y jabón. Mis padres, a diferencia de sus progenitores, eran la antítesis a ese pensamiento anti-agua. Ellos amaban el agua, y por ello nos duchaban cuantas veces fueran necesarias para mantener nuestros cuerpos blancos y limpios. Y, esa fue la teoría que adopté: “Amo el agua, Amo ducharme 3, 4, 5 o 6 veces al día, El agua me limpia el stress…” Por ello, a Javier le bañaba todas las veces que podía, y él, al igual que yo disfrutaba sus baños en la vieja cacerola con agua tibia y jabón especial de gatos –no existía uno para cobayas-.

Los baños le relajaban, pero la tristeza de su dueña le preocupaba.

Ya no puedo recordar que sucedía en mi vida en aquél momento, pero lo cierto es que me encontraba muy triste. Es de esas épocas que sirvieron para aprender algo y el resto, decidí eliminarlo de mi memoria para dejar espacio a mejores recuerdos.

A lo largo de una semana, o quizás mas días, Javier vio y sintió que su dueña estaba muy triste. La vio llorar. E incluso la escuchó hablar sobre lo que le sucedía.

Pasada la tormenta decidí ponerme en pié nuevamente y, el primer paso fue darle un buen baño a Javier, pues durante la crisis de tristeza no lo había hecho. Mientras le bañaba descubrí que en su rabo no tenía pelos. “¡Oh Dios!...pero… ¿Qué es esto?” grité. Envolví a Javier en una toalla de manos, corrí hasta mi coche y me dirigí excediendo todo límite de velocidad existente al veterinario más cercano.

Luego de examinarle minuciosamente, el veterinario pronunciaría una frase que marcaría un antes y un después en mi vida.

-El animal está bien
-Javier, se llama Javier. Dije con tono de reproche
-Ah, bueno, si, que Javier está muy bien. Es una cobaya que está en muy buen estado de salud. Un poco pasadito de peso, pero bien. “Obvio…” pensé.
-¿A que se debe esa pérdida de pelo en su rabo? Le pregunté.
-Es extraño. No tiene nada en la piel. Al parecer se lo ha arrancado el mismo. Se ha ido mordiendo hasta quitarse todos los pelos de rabo. Y eso, eso tiene una única explicación.
-¿Si? ¿Cuál es esa explicación? Pregunté ya en tono desesperado.
-Estrés señorita. El animal ha pasado por una situación que le ha estresado.

Sin mediar mas palabra tomé a Javier en mis brazos, le pagué al veterinario y me fui de ese lugar. En el coche lloré durante varios minutos y le pedí que me perdonara. Mi tristeza le había afectado. Mis lágrimas le habían pelado su rabo. “Todo va a estar bien Javier…Ya verás… muy pronto volverás a lucir ese rabo peludo que tanta atención recibía…Y nunca más volveré a estar tan triste… mi tristeza te ha pelado tu rabo”. Pasados 2 meses, Javier lucía un largo mechón de pelo suave y brilloso en el rabo.

Hoy Javier se ha ido al cielo, y tal y como lo establecía Ivan Pavlov, cuando dos cosas ocurren juntas, la aparición de una ha traído la otra a mi mente. La partida de Javier me ha recordado que quienes te aman, y te rodean pueden sentir tu tristeza, y por ello sufren, y se pelan sus rabos con los dientes mientras te ven sin poder hacer nada. La muerte de Javier me ha hecho recordar que no importa cuan inesperada, preocupante, o desastrosa sea la situación por la que estas pasando. Siempre debemos limpiar rápidamente nuestras lágrimas y buscar el rayo de luz. Siempre debemos buscar la puerta de salida más cercana. Siempre debemos fabricar alegría para que quienes se encuentran a nuestro alrededor no se pelen sus rabos.

Yo creo en una vida hermosa después de la muerte en este plano, y por ello, creo firmemente que Javier nunca mas se arrancará los pelos de su rabo. Creo firmemente que comerá millones de zanahorias celestiales y lechugas frescas del olimpo. Creo que el está leyendo esta historia mientras emite ese sonido de felicidad que le producía su campaña: el ruido de la bolsa de plástico.

martes, 8 de junio de 2010

El pequeño detalle de les Sabots


Ese día cumplía 33 años, y Tomás se sentía, a diferencia de todos sus amigos, bastante deprimido.

“33 años… y ¿Qué tengo?” era el pensamiento que se repetía constantemente en la mente de Tomas. Ese día era para él como ver esa película que, según las historias de quienes han logrado regresar del más allá, nos reproducen a los pocos minutos de haber muerto.

“Que deprimente… sin pareja, sin esposa, sin casa, sin hijos, sin perro, y… gordo” Me dijo Tomás cuando lo llamé para felicitarlo por su cumpleaños. Su voz era realmente preocupante, pero mi tranquilidad se mantuvo incorrupta, pues sabía que las ventanas de la casa de Tomás tenían rejas, y además, la casa era de una sola planta.

“No, no se puede lanzar por la ventana… y no… Tomás nunca atentaría contra su vida” Pensé mientras me arreglaba para ir a comprar el regalo de Tomas.

Tomás era una de las personas mas enérgicas que había conocido en mi vida. Estar a su lado era como introducir un dedo en un tomacorriente. Además, él era un generador. Mientras más energía lograba transmitir a quienes les rodeaban, mas generaba. Sin embargo, desde hacía tiempo, había un apagón en la vida de Tomas.

¿Qué podría regalarle a Tomás? Decidí que tenía que ir a visitarle antes de comprar algo para él. Solo así podría saber que necesitaba mi amigo para acelerar sus partículas.

La casa de Tomás era hermosa. La había recibido como herencia por parte de un tío francés. –sí, ese tío rico y desconocido que todos esperamos que aparezca-. Al llegar noté como un manto de abandono se cernía sobre sus paredes. “Oh Oh… esto es grave… ¡las flores del jardín se han marchitado!” dije mientras continuaba analizando los cambios que saltaban a la vista en la casa. Para Tomás hacer jardinería era un mantra; durante horas él podía estar en su jardín en un estado de catarsis realmente envidiable. Tomás me enseñó que habían mas flores además de las rosas y los claveles.

-¡Tomás! ¡Felicidades!
-Ya me habías felicitado… ¿O es que me vas a felicitar 33 veces… una por cada año de mi fracasada vida? Respondió Tomás con un tono frío y lleno de amargura.

“¿Qué? ¿Le habrá pasado algo y no lo sé? Pero… no lo creo… ¿Qué será?” pensé mientras él me dio la espalda y se dispuso a sentarse en el sofá del salón. Luego se incorporó y caminó hasta la cocina. Yo le seguí.

-¿Quieres una cerveza? Preguntó mientras el abría el refrigerador y sacaba dos botellas. “¿Para que me pregunta si me la va a dar igualmente? Pensé. Inmediatamente, Tomás destapó las botellas con los dientes. ¿Por qué lo hace? ¿No tiene destapador? ¿Sabrá él el coste de una prótesis dental?

-Gracias. Le dije mientras daba un trago a mi cerveza. Mi reloj marcaba las 10:00 horas. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo e inmediatamente sentí como mi estómago daba una señal de rechazo absoluto. “Que asco” pensé.

- Y… cuéntame… ¿Qué tal estás? Le pregunté con un tono jovial.

Como era usual en Tomás, intentó relatarme una docena de cuentos a la vez, y yo, tuve que pedirle que ordenara sus ideas: ¡Para! Respira profundo. Muy bien. Eso es. Ahora bien, ¿Quién es Ana? ¿Tu jefe te dijo que? ¿Qué fue de esa entrevista de trabajo? ¿Saliste con Fernanda? O ¿Era Ana? ¿Ana es la chica que te gustaba de tu grupo de comedores de chocolate compulsivos?

-Lo siento, es que tengo mucho tiempo alejado de Ustedes, mis amigos…Hay muchas cosas que no sabes… dijo con una tristeza inmensa en sus ojos

-Sí, porque tu así lo has querido Tomás. Me he hecho expertas en monólogos hablados –con tu contestador del teléfono- y escritos –con tu email-…Pero bueno, aquí estamos ¿No? Cuéntame… le dije

Tomás comenzó a hilar correctamente las historias. Inició su relato con la historia de una mujer que había llegado a su vida a través del grupo de comedores de chocolate compulsivo al que asistía Tomás una vez a la semana. Se llamaba Ana, y durante los meses que habían sido compañeros había mostrado un especial interés en Tomás. Todos lo sabían, menos Tomás –o al menos eso parecía-.

-Ana siempre me invita a tomar un café al salir de las reuniones. Pero yo me he negado porque la cafetería que tenemos cerca del centro sirve cafés exóticos; muchos de ellos con chocolate. ¡No puedo soportar el olor del cacao en polvo sobre la crema del café con leche! ¡Es exquisita! ¡Recaería nuevamente! Llevo 3 meses sin probar el chocolate.

-¿Y porque no la invitas TU a otra cafetería? Pregunté con curiosidad

-La otra cafetería está muy lejos. Hubiésemos tenido que caminar 500 metros y Ana siempre lleva tacones muy altos. Seguramente se hubiera negado.

Eran evidentes dos cosas hasta el momento: Ana estaba perdidamente enamorada de Tomás -¿Invitación a tomar café durante tres meses consecutivos? y ¿Uso de tacones altos para asistir a una reunión de comedores de chocolates compulsivos con sede en una casa abandonada del vecindario? Si, amor puro y duro. Y la segunda cosa era que algo andaba mal con Tomás. ¿Cómo podía obviar todas estas señales? “Algo le pasa… estoy segura…” pensé mientras el continuaba contándome sobre su vida.

Tomás continuó hablando sobre su trabajo. Yo aproveché su descuido para derramar lenta y sigilosamente el contenido de mi botella de cerveza en la planta que estaba a mi lado. Tomás me había dicho una vez, que la cebada les venía bien, o al menos eso creí escuchar.

Durante nuestros años de adolescencia, Tomás y yo siempre habíamos estado de acuerdo en que nunca trabajaríamos por dinero. Habíamos firmado un pacto en el que nos comprometíamos a trabajar en algo que amáramos, a trabajar sin ver el reloj cada media hora, a trabajar en aquello que respetara nuestros principios y creencias, y a trabajar sin desear la muerte del jefe cada 4 días.

-¿Sabes lo que es trabajar vendiendo tóner por teléfono? Me preguntó mientras su rostro se llenaba de angustia y asco. ¡Durante 8 horas coacciono, obligo, miento, y manipulo a personas que no necesitan tóner…que quizás no tengan impresora… pero que caen víctimas de las técnicas del manual y terminan por comprar el preciado producto! Y, además, mi jefe decidió quitarnos las sillas ¡Ahora trabajamos de pié! Dijo que de esa manera nos motivaríamos más. El odio que reflejaba su rostro en este momento era realmente aterrador.

Contuve mis ansias de gritarle que saliera de ahí inmediatamente y prendiera fuego a ese manual manipulador de mentes. El trabajo de Tomás era realmente patético, era de esos que habíamos jurado nunca tener –o mantener-.

-¿Recuerdas el pacto que firmamos en abril de 1998? Le pregunté.
-Si
-Vale. ¿Estás buscando otro trabajo?

Silencio.

¿Qué le pasa? ¿Por qué no responde? Le miré fijamente tratando de encontrar respuesta. Tomás bajó la cabeza y dijo: “Bueno… tuve una entrevista…”

-¡Sí! ¡Estupendo! ¿De qué se trataba? ¿Te gustó? ¿Te han llamado?
-Bueno, a decir verdad me gustó mucho el cargo que me ofrecían. Era para coordinar a los jardineros del Zoológico. Desde las 7:00 horas hasta las 15:00 horas. 1.500 Euros.

“Dios… ¿Porqué nunca habré aprendido jardinería?... Si mi papa me hubiese apuntado a Jardinería en vez de a Karate quizás podría aplicar a esta oferta de trabajo… ahora no soy ni jardinera, ni karateca… ” Se dibujó una sonrisa en mis labios al recordar aquél único combate en el que luchamos cuerpo a cuerpo mi hermana melliza y yo. Aquella pelea no era como las de casa –esas de tipo lucha libre en el colchón grande de papa y mama cuando éstos estaban en el trabajo-. Esa era real. Y no nos gustó. El sensei al ver que no nos golpeábamos decidió suspender el combate. Esa fue la última vez que fuimos al Karate.

Tomás continuó con lo sería la prueba final de su estado de apagón: “No sé si me han llamado…tengo el teléfono de casa estropeado desde hace un mes…y el móvil no lo pago desde hace tres…”

¿Qué? ¿Para qué hace entrevistas de trabajo si sus teléfonos no funcionan? ¿Por qué no arregla sus teléfonos?

El sonido del timbre de la casa interrumpió nuestra conversación. En cierta forma lo agradecí, pues tenía que analizar toda la evidencia que había recabado en cuanto a la situación que estaba marchitando a mi amigo.

Tomás se aproximó a la puerta y abrió.

-¡Bon jour! ¡Mi sobgrino pgrefegido! Gritó una señora mientras se abalanzaba hacia los brazos de Tomás. La mujer era hermosa. En sus setentas guardaba una energía envidiable y por entre sus ropas se podía concluir que tenía más masa muscular que su sobrino.
-¡Tía Charlotte! ¡Que sorpresa! Pasa, pasa por favor, ponte cómoda. Vienes de muy lejos, debes estar agotada. Tomás la guió hasta el sofá donde yo me encontraba sentada.

La tía Charlotte, viuda del tío que legó la casa a Tomás, había venido desde Francia para sorprender a su sobrino el día de su cumpleaños. Y, sin lugar a dudas, lo sorprendería.

Tomás ofreció una cerveza a su tía, pero ella se negó, alegando que su cuerpo solo toleraba el vino y que esa bebida repugnante podía usarla para irrigar las plantas. “Justo…” pensé yo. La tía Charlotte sacó de su maleta dos botellas de su propio vino y nos ofreció una copa a cada uno. Nos contó que era la última de sus cosechas y que había sido premiado como el mejor vino del pueblo.

Durante dos horas, Tomás, la tía Charlotte y yo conversamos alegremente y tras haber bebido aquellas dos botellas de vino el ambiente se tornó perfecto.

La tía Charlotte conocía muy bien a su sobrino, y, aunque Tomás intentó ocultarlo, ella sintió el apagón. Había visto el abandono de las flores, de la energía, y de las pasiones de Tomás.

-Voy al baño. Nos dijo Tomás. Se incorporó y se dirigió hacia el interior del pasillo que conducía al baño.

Charlotte se quedó observando fijamente a su sobrino mientras este caminaba. Su mirada se tornó un tanto oscura. Al ver que en ella también habitaba la semilla de la preocupación, tomé la decisión de contarle todo lo que sabía sobre Tomas.

La señora escucho atentamente. Asentía y cerraba los ojos mientras sonreía levemente. Mostraba esa tranquilidad de quien ha vivido muchos años. Esa tranquilidad de quien sabe casi todo.

-Hija, si hay algo que se aprende con los años es prestar atención a los pequeños detalles.

¿Qué detalle podría haber obviado? Me pregunte, mientras me sumergí en la voz de aquella mujer con acento francés.

-Claro que debes preocuparte por Tomás. Ha dejado de hacer lo que le gusta. Y, aunque sabe que no es feliz, no hace nada para cambiarlo. Cuando está cerca de llegar a la meta abandona la carrera sin explicación alguna. Pero eso, cariño, tiene una explicación, y la has tenido durante todo este tiempo frente a tus ojos.

-¿Dónde? ¿Cuál es la explicación Charlotte? Pregunté.

La señora comenzó a reír a carcajadas mientras daba un pequeño trago a su copa de vino. Luego prosiguió:

-La respuesta está en los pies de Tomás; lleva Sabots. Dijo la enigmática señora.

¿Qué tendría Tomás en los pies? Por más que intentaba recordar algún episodio que hubiere afectado a los pies de mi amigo no podía recordar. Y, ¿Qué son los Sabots?

-Durante la Revolución Industrial, los obreros, en lucha por mantener sus puestos de trabajo, decidieron usar Sabots. Los Sabots (vocablo francés que significa sueco de madera) hacían que estos hombres caminaran lentamente y que se movieran ineficazmente. De allí que la ineficiencia organizada se denomine…

-¡Sabotaje!... ¡Vaya!... dije en un susurro.

-Todos somos nuestros propios trabajadores ¿No es así?; Para hacer realidad y llevar a fin todas nuestras metas debemos respetar nuestras propias responsabilidades y obligaciones ¿No es así?... Si te dijera: ineficiencia organizada por el trabajador para impactar negativamente al empleador ¿En qué pensarías?

-En Sabotaje

-Exacto. Durante todos estos meses, Tomás ha estado usando sabots para hacer especialmente ineficaz su trabajo consigo mismo para lograr su felicidad. No llama a Ana. No acepta su invitación a un café. Decide dejar de comer chocolate por creer que esa es la razón de sus problemas. No repara sus teléfonos para recibir llamadas de los empresarios que están dispuestos a contratarle… Sabotaje… puro y duro.

En ese momento Tomás regresó de su largo viaje al baño. Nunca le pregunté porque había demorado tanto, porque en realidad ese tiempo había sido crucial para el esclarecimiento de los hechos que ocupaban mi mente.

Al verlo acercarse miré sus pies. Tal y como lo había dicho Charlotte, Tomás llevaba unos suecos de madera que además de ser bastante ridículos parecían ser sumamente incómodos. De allí que no pudiera moverse eficazmente.

Charlotte me miró y sonrió. Tomás comenzó a sospechar que durante su ausencia algún tipo de complot se había organizado en ese salón.

-Tomás. Dije. En realidad vine porque no sabía que regalarte para tu cumpleaños, y, entre Charlotte y yo, te vamos a regalar algo que te hará sentirte en movimiento otra vez…como en los viejos tiempos… ¿nos acompañas? Pregunté. Tomás dudo un par de minutos y finalmente accedió. Sin cambiarse de ropa nos acompañó al centro comercial.

Charlotte y yo guiamos a Tomas por el Centro Comercial y nos detuvimos frente a la tienda de zapatos más famosa de la ciudad. Allí encontraríamos lo que buscábamos.

-Perdone, buenos días, ¿Podría decirme cual es el zapato más ligero que tiene en stock? Pregunté al vendedor.

-¡Si! Sin duda alguna las zapatillas F1. Son la última generación de zapatillas ultraligeras. El material es una mezcla de aire y goma, lo que hace que sea casi imperceptible para los pies.

“Perfecto” pensé. Charlotte asintió sonriendo.

Tomás miraba de un lado a otro sin entender muy bien el porqué de nuestra exagerada emoción y complicidad para comprar un par de zapatos.

Unos minutos después regresó el carismático vendedor con las zapatillas F1. Las sacó de la caja y las entregó a Tomás.

Tomás se quitó sus sabots y se puso las zapatillas F1. Se incorporó lentamente y fue hasta el espejo más cercano para mirárselas.

“Si…me gustan… y, no sé… me siento muy bien…puedo caminar mejor…¡Que extraño! ¿No les parece?” decía frente al espejo.

-No, no nos parece extraño hijo mío. Respondió Charlotte mientras reía sin parar. Yo me uní al coro y finalmente el vendedor nos acompañó en la alegría.

Sin que ninguno de los presentes pudiera descubrirme yo había tomado los horrorosos suecos de madera y los había tirado a la basura. “No sé si se quede con las F1 pero de estos suecos que se olvide…” pensé.

-¿Por qué no corres un poco alrededor de la tienda y me dices que tal te sientan? Le invitó el vendedor. Al parecer el vendedor era nuestro nuevo miembro en el equipo anti-sabotaje.

Seguidamente Tomás comenzó a correr alrededor de los anaqueles y cajas de zapatos; tropezó con algunos clientes pero, para ese momento, Tomás ya no pensaba en ellos. Se sentía feliz. Podía moverse libremente. Nada le detendría a partir de ese momento. Llamaría a Ana esa misma noche y le invitaría a dos cosas: a salir con él y a tomarse un chocolate caliente con un trozo de brownie.

Charlotte y yo no podíamos dejar de reír mientras veíamos que la luz había vuelto a nuestro Tomás.

-¿Me prestas tus zapatillas F1 para ir a la caja y pagarlas? Le pregunte cuando dejó de correr como un niño de 4 años –mi premura fue motivada más que nada por el destrozo huracanado que ocasionó Tomás en la tienda de zapatos-.

Tomás nos miró, se acercó a nosotras y nos dio un beso a cada una: “¿Darte mis Zapatillas F1? ¡No! ¡Me las llevo puestas!”

jueves, 3 de junio de 2010

Una muela herida


Nada me había dolido tanto en la vida. Varias personas me habían descrito un dolor de muela, pero lo que yo sentía le ganaba por votación unánime.

El problema del dolor de muelas es que no es únicamente la muela lo que duele sino que el dolor se extiende por todo tu cuerpo, porque a mí, particularmente, me dolía hasta una pierna. En general no pude disfrutar de ningún pequeño milagro de la vida pues lo único que ocupaba mi pensamiento era el dolor que se distribuía entre la muela, la mandíbula, el oído, el cuello, que a su vez tensó los músculos de mi espalda y de mi cintura y finalmente culminaba en mi pierna derecha.

Además, no pude ingerir alimento alguno: los fríos causaban dolor, los calientes también, los dulces me hacían palidecer y los salados me producían calambres.

Seis meses atrás había decidido ir al odontólogo para un chequeo y, tras la revisión, éste había marcado con rojo 4 muelas de su tan usual dibujo de dientes. “Hija, tienes varias caries… ¿Quieres que te las arregle?” me preguntó con mirada de gran preocupación.

“¿Será verdad? ¿Será cierto que tengo caries?...Quizás este odontólogo solo quiera dinero… ¡Dios! ¿Cuánto me costará esto?” pensé antes de responderle. Intenté no hacer ningún gesto. “No” respondí con seguridad. Luego le prometí que estudiaría su presupuesto y que en cuanto lo contrastara con mi débil economía le llamaría para coordinar una cita. Me despedí amablemente y regresé a mi rutina diaria. “Si no duele es que está todo bien” me repetía para auto-tranquilizarme.

Los dolores físicos nunca me han causado miedo, pero, el odontólogo era la única excepción. El olor del consultorio del odontólogo me bajaba la tensión automáticamente. Al entrar a ese tenebroso lugar, mis síntomas eran siempre los mismos: rostro terriblemente pálido, sudores abundantes –sin importar a que temperatura se encontrara el lugar-, oraciones a todo Santo que me viniera a la mente, pérdida de visión, aumento instantáneo del sentido de la audición –podía escuchar como la manguerita absorbía la saliva del paciente de turno-, y sueño, mucho sueño. Mi estado de letargo hacía más fácil la actuación del odontólogo, quien se encontraba con una paciente que había perdido todas sus facultades mientras aguardaba en la sala de espera.

Las salas de esperas forman parte de ese pequeño infierno. Forma cuadrangular, algunas sillas y un sofá dispuestos alrededor de las cuatro paredes y en el centro una mesa. Sobre la mesa un florero con flores artificiales del año 1980 y junto a el varias docenas de revistas. Las revistas datan, al igual que las flores, desde el año 1980 –año en el que se inauguró el consultorio- hasta la actualidad y son verdaderamente detestables. La temática de los artículos que puedes leer mientras esperas –o padeces-, consiste en nuevas tecnologías para fijar prótesis dentales, la última generación de cepillos de dientes eléctricos, muchos ancianos sonriendo con dentaduras postizas, y, lo peor de todo, la boda entre una princesa y un príncipe de dos reinos cuya ubicación desconoces.

“Voy a tener que ir al odontólogo” me dije mientras me miraba en el espejo. Mi ojo derecho ya no se abría por completo. Estaba desmayado. Inmediatamente llamé a mi jefe y le pedí la mañana libre.

Seis meses atrás había estado en ese lugar, y me habían intentado evitar este dolor, y, sin embargo, yo no les había creído. En ese momento todo parecía estar tranquilo pero en el fondo, algo andaba mal. Incluso, yo misma, había espantado pensamientos que daban crédito al diagnóstico del odontólogo. “¡Vaya!… como en la vida real…” pensé mientras me sentaba en la sala de espera del odontólogo. ¿Cuántas veces había pasado esto a lo largo de mi vida? Padres, abuelos, grandes amigos habían actuado de la misma manera que el odontólogo y sin embargo, no habían podido evitarme un dolor que era fácilmente previsible para ellos.

Esa espera fue diferente, pues me encontraba analizando a la figura del odontólogo en mi vida, y concluí que había tenido a muchos odontólogos que habían vaticinado un derrumbe, un terremoto, un pesar para mí. Muchas personas intentaron protegerme, pero en vista de mi total ignorancia decidieron esperar en sus consultorios hasta que yo llamara de urgencia y acudiera a sus sillas desfallecida de dolor.

Dos señoras mayores sonreían mientras esperaban, y conversaban entre ellas sobre trivialidades de las prótesis que les habían puesto la semana anterior. “Yo aún no puedo comer con tranquilidad” decía una. “Uf, ten cuidado…Yo me tragué una prótesis hace dos años”. Pero lo que realmente llamó mi atención, fue el orgullo que sentían estas señoras por sus nuevos dientes perfectamente blancos y brillantes.

A diferencia del odontólogo que intenta librarte de un dolor de muelas o de la pérdida de ella, las personas que intentan protegernos no usan herramientas puntiagudas, pero si anestesia –al menos muchas de ellas-. No huelen a consultorio. No te obligan a tener la boca abierta por dos horas. Y, lo mejor de todo, no te cobran... ¡Es gratis!

Todo pensamiento se esfumó al escuchar mi nombre. “Pase, por favor”

“Dios…Dios…Dios…” Nunca dejaría de aterrarme este momento. Sin embargo, debía sanar mi dolor. El odontólogo usaría toda su experiencia para reparar lo que había intentado evitar. Y el dolor pasaría. El tratamiento sería un poco doloroso, pero curaría mi herida. Lloraría, quizás, pero esta era la única manera de salvar mi muela.

El odontólogo me esperaba sonriente en su silla elevada. “Haz venido… finalmente”

“Eh… Si…” respondí.

-Me alegra…Te estaba esperando… Dijo con una sonrisa de complicidad. Me guiñó un ojo y agregó: “Espero que aprendas la lección; Si comienzas a escuchar te darás cuenta de que la vida siempre nos alerta sobre las cosas que no van bien y puedes retirarte a tiempo… si no lo oyes sufres… como ahora… la diferencia está en que lo que puedes perder puede que sea mucho mas importante que una muela…”.

No supe si lo que había escuchado era producto de mis síntomas pre-odontológicos, pero lo cierto es que quise abrazar a quien hasta hacía solo una hora había sido uno de mis peores enemigos. Le abracé, el odontólogo me sonrió y me besó en la frente.

“Recuéstate hija…vamos a empezar” dijo mientras me daba la manguerita absorbe-saliva.

Era mi amigo. Formaba parte de todos los odontólogos que habían pasado por mi vida.

“Pero no para tanto…” pensé.

“¡Anestesia! ¡Por favor!” dije.