jueves, 3 de junio de 2010

Una muela herida


Nada me había dolido tanto en la vida. Varias personas me habían descrito un dolor de muela, pero lo que yo sentía le ganaba por votación unánime.

El problema del dolor de muelas es que no es únicamente la muela lo que duele sino que el dolor se extiende por todo tu cuerpo, porque a mí, particularmente, me dolía hasta una pierna. En general no pude disfrutar de ningún pequeño milagro de la vida pues lo único que ocupaba mi pensamiento era el dolor que se distribuía entre la muela, la mandíbula, el oído, el cuello, que a su vez tensó los músculos de mi espalda y de mi cintura y finalmente culminaba en mi pierna derecha.

Además, no pude ingerir alimento alguno: los fríos causaban dolor, los calientes también, los dulces me hacían palidecer y los salados me producían calambres.

Seis meses atrás había decidido ir al odontólogo para un chequeo y, tras la revisión, éste había marcado con rojo 4 muelas de su tan usual dibujo de dientes. “Hija, tienes varias caries… ¿Quieres que te las arregle?” me preguntó con mirada de gran preocupación.

“¿Será verdad? ¿Será cierto que tengo caries?...Quizás este odontólogo solo quiera dinero… ¡Dios! ¿Cuánto me costará esto?” pensé antes de responderle. Intenté no hacer ningún gesto. “No” respondí con seguridad. Luego le prometí que estudiaría su presupuesto y que en cuanto lo contrastara con mi débil economía le llamaría para coordinar una cita. Me despedí amablemente y regresé a mi rutina diaria. “Si no duele es que está todo bien” me repetía para auto-tranquilizarme.

Los dolores físicos nunca me han causado miedo, pero, el odontólogo era la única excepción. El olor del consultorio del odontólogo me bajaba la tensión automáticamente. Al entrar a ese tenebroso lugar, mis síntomas eran siempre los mismos: rostro terriblemente pálido, sudores abundantes –sin importar a que temperatura se encontrara el lugar-, oraciones a todo Santo que me viniera a la mente, pérdida de visión, aumento instantáneo del sentido de la audición –podía escuchar como la manguerita absorbía la saliva del paciente de turno-, y sueño, mucho sueño. Mi estado de letargo hacía más fácil la actuación del odontólogo, quien se encontraba con una paciente que había perdido todas sus facultades mientras aguardaba en la sala de espera.

Las salas de esperas forman parte de ese pequeño infierno. Forma cuadrangular, algunas sillas y un sofá dispuestos alrededor de las cuatro paredes y en el centro una mesa. Sobre la mesa un florero con flores artificiales del año 1980 y junto a el varias docenas de revistas. Las revistas datan, al igual que las flores, desde el año 1980 –año en el que se inauguró el consultorio- hasta la actualidad y son verdaderamente detestables. La temática de los artículos que puedes leer mientras esperas –o padeces-, consiste en nuevas tecnologías para fijar prótesis dentales, la última generación de cepillos de dientes eléctricos, muchos ancianos sonriendo con dentaduras postizas, y, lo peor de todo, la boda entre una princesa y un príncipe de dos reinos cuya ubicación desconoces.

“Voy a tener que ir al odontólogo” me dije mientras me miraba en el espejo. Mi ojo derecho ya no se abría por completo. Estaba desmayado. Inmediatamente llamé a mi jefe y le pedí la mañana libre.

Seis meses atrás había estado en ese lugar, y me habían intentado evitar este dolor, y, sin embargo, yo no les había creído. En ese momento todo parecía estar tranquilo pero en el fondo, algo andaba mal. Incluso, yo misma, había espantado pensamientos que daban crédito al diagnóstico del odontólogo. “¡Vaya!… como en la vida real…” pensé mientras me sentaba en la sala de espera del odontólogo. ¿Cuántas veces había pasado esto a lo largo de mi vida? Padres, abuelos, grandes amigos habían actuado de la misma manera que el odontólogo y sin embargo, no habían podido evitarme un dolor que era fácilmente previsible para ellos.

Esa espera fue diferente, pues me encontraba analizando a la figura del odontólogo en mi vida, y concluí que había tenido a muchos odontólogos que habían vaticinado un derrumbe, un terremoto, un pesar para mí. Muchas personas intentaron protegerme, pero en vista de mi total ignorancia decidieron esperar en sus consultorios hasta que yo llamara de urgencia y acudiera a sus sillas desfallecida de dolor.

Dos señoras mayores sonreían mientras esperaban, y conversaban entre ellas sobre trivialidades de las prótesis que les habían puesto la semana anterior. “Yo aún no puedo comer con tranquilidad” decía una. “Uf, ten cuidado…Yo me tragué una prótesis hace dos años”. Pero lo que realmente llamó mi atención, fue el orgullo que sentían estas señoras por sus nuevos dientes perfectamente blancos y brillantes.

A diferencia del odontólogo que intenta librarte de un dolor de muelas o de la pérdida de ella, las personas que intentan protegernos no usan herramientas puntiagudas, pero si anestesia –al menos muchas de ellas-. No huelen a consultorio. No te obligan a tener la boca abierta por dos horas. Y, lo mejor de todo, no te cobran... ¡Es gratis!

Todo pensamiento se esfumó al escuchar mi nombre. “Pase, por favor”

“Dios…Dios…Dios…” Nunca dejaría de aterrarme este momento. Sin embargo, debía sanar mi dolor. El odontólogo usaría toda su experiencia para reparar lo que había intentado evitar. Y el dolor pasaría. El tratamiento sería un poco doloroso, pero curaría mi herida. Lloraría, quizás, pero esta era la única manera de salvar mi muela.

El odontólogo me esperaba sonriente en su silla elevada. “Haz venido… finalmente”

“Eh… Si…” respondí.

-Me alegra…Te estaba esperando… Dijo con una sonrisa de complicidad. Me guiñó un ojo y agregó: “Espero que aprendas la lección; Si comienzas a escuchar te darás cuenta de que la vida siempre nos alerta sobre las cosas que no van bien y puedes retirarte a tiempo… si no lo oyes sufres… como ahora… la diferencia está en que lo que puedes perder puede que sea mucho mas importante que una muela…”.

No supe si lo que había escuchado era producto de mis síntomas pre-odontológicos, pero lo cierto es que quise abrazar a quien hasta hacía solo una hora había sido uno de mis peores enemigos. Le abracé, el odontólogo me sonrió y me besó en la frente.

“Recuéstate hija…vamos a empezar” dijo mientras me daba la manguerita absorbe-saliva.

Era mi amigo. Formaba parte de todos los odontólogos que habían pasado por mi vida.

“Pero no para tanto…” pensé.

“¡Anestesia! ¡Por favor!” dije.

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