martes, 8 de junio de 2010

El pequeño detalle de les Sabots


Ese día cumplía 33 años, y Tomás se sentía, a diferencia de todos sus amigos, bastante deprimido.

“33 años… y ¿Qué tengo?” era el pensamiento que se repetía constantemente en la mente de Tomas. Ese día era para él como ver esa película que, según las historias de quienes han logrado regresar del más allá, nos reproducen a los pocos minutos de haber muerto.

“Que deprimente… sin pareja, sin esposa, sin casa, sin hijos, sin perro, y… gordo” Me dijo Tomás cuando lo llamé para felicitarlo por su cumpleaños. Su voz era realmente preocupante, pero mi tranquilidad se mantuvo incorrupta, pues sabía que las ventanas de la casa de Tomás tenían rejas, y además, la casa era de una sola planta.

“No, no se puede lanzar por la ventana… y no… Tomás nunca atentaría contra su vida” Pensé mientras me arreglaba para ir a comprar el regalo de Tomas.

Tomás era una de las personas mas enérgicas que había conocido en mi vida. Estar a su lado era como introducir un dedo en un tomacorriente. Además, él era un generador. Mientras más energía lograba transmitir a quienes les rodeaban, mas generaba. Sin embargo, desde hacía tiempo, había un apagón en la vida de Tomas.

¿Qué podría regalarle a Tomás? Decidí que tenía que ir a visitarle antes de comprar algo para él. Solo así podría saber que necesitaba mi amigo para acelerar sus partículas.

La casa de Tomás era hermosa. La había recibido como herencia por parte de un tío francés. –sí, ese tío rico y desconocido que todos esperamos que aparezca-. Al llegar noté como un manto de abandono se cernía sobre sus paredes. “Oh Oh… esto es grave… ¡las flores del jardín se han marchitado!” dije mientras continuaba analizando los cambios que saltaban a la vista en la casa. Para Tomás hacer jardinería era un mantra; durante horas él podía estar en su jardín en un estado de catarsis realmente envidiable. Tomás me enseñó que habían mas flores además de las rosas y los claveles.

-¡Tomás! ¡Felicidades!
-Ya me habías felicitado… ¿O es que me vas a felicitar 33 veces… una por cada año de mi fracasada vida? Respondió Tomás con un tono frío y lleno de amargura.

“¿Qué? ¿Le habrá pasado algo y no lo sé? Pero… no lo creo… ¿Qué será?” pensé mientras él me dio la espalda y se dispuso a sentarse en el sofá del salón. Luego se incorporó y caminó hasta la cocina. Yo le seguí.

-¿Quieres una cerveza? Preguntó mientras el abría el refrigerador y sacaba dos botellas. “¿Para que me pregunta si me la va a dar igualmente? Pensé. Inmediatamente, Tomás destapó las botellas con los dientes. ¿Por qué lo hace? ¿No tiene destapador? ¿Sabrá él el coste de una prótesis dental?

-Gracias. Le dije mientras daba un trago a mi cerveza. Mi reloj marcaba las 10:00 horas. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo e inmediatamente sentí como mi estómago daba una señal de rechazo absoluto. “Que asco” pensé.

- Y… cuéntame… ¿Qué tal estás? Le pregunté con un tono jovial.

Como era usual en Tomás, intentó relatarme una docena de cuentos a la vez, y yo, tuve que pedirle que ordenara sus ideas: ¡Para! Respira profundo. Muy bien. Eso es. Ahora bien, ¿Quién es Ana? ¿Tu jefe te dijo que? ¿Qué fue de esa entrevista de trabajo? ¿Saliste con Fernanda? O ¿Era Ana? ¿Ana es la chica que te gustaba de tu grupo de comedores de chocolate compulsivos?

-Lo siento, es que tengo mucho tiempo alejado de Ustedes, mis amigos…Hay muchas cosas que no sabes… dijo con una tristeza inmensa en sus ojos

-Sí, porque tu así lo has querido Tomás. Me he hecho expertas en monólogos hablados –con tu contestador del teléfono- y escritos –con tu email-…Pero bueno, aquí estamos ¿No? Cuéntame… le dije

Tomás comenzó a hilar correctamente las historias. Inició su relato con la historia de una mujer que había llegado a su vida a través del grupo de comedores de chocolate compulsivo al que asistía Tomás una vez a la semana. Se llamaba Ana, y durante los meses que habían sido compañeros había mostrado un especial interés en Tomás. Todos lo sabían, menos Tomás –o al menos eso parecía-.

-Ana siempre me invita a tomar un café al salir de las reuniones. Pero yo me he negado porque la cafetería que tenemos cerca del centro sirve cafés exóticos; muchos de ellos con chocolate. ¡No puedo soportar el olor del cacao en polvo sobre la crema del café con leche! ¡Es exquisita! ¡Recaería nuevamente! Llevo 3 meses sin probar el chocolate.

-¿Y porque no la invitas TU a otra cafetería? Pregunté con curiosidad

-La otra cafetería está muy lejos. Hubiésemos tenido que caminar 500 metros y Ana siempre lleva tacones muy altos. Seguramente se hubiera negado.

Eran evidentes dos cosas hasta el momento: Ana estaba perdidamente enamorada de Tomás -¿Invitación a tomar café durante tres meses consecutivos? y ¿Uso de tacones altos para asistir a una reunión de comedores de chocolates compulsivos con sede en una casa abandonada del vecindario? Si, amor puro y duro. Y la segunda cosa era que algo andaba mal con Tomás. ¿Cómo podía obviar todas estas señales? “Algo le pasa… estoy segura…” pensé mientras el continuaba contándome sobre su vida.

Tomás continuó hablando sobre su trabajo. Yo aproveché su descuido para derramar lenta y sigilosamente el contenido de mi botella de cerveza en la planta que estaba a mi lado. Tomás me había dicho una vez, que la cebada les venía bien, o al menos eso creí escuchar.

Durante nuestros años de adolescencia, Tomás y yo siempre habíamos estado de acuerdo en que nunca trabajaríamos por dinero. Habíamos firmado un pacto en el que nos comprometíamos a trabajar en algo que amáramos, a trabajar sin ver el reloj cada media hora, a trabajar en aquello que respetara nuestros principios y creencias, y a trabajar sin desear la muerte del jefe cada 4 días.

-¿Sabes lo que es trabajar vendiendo tóner por teléfono? Me preguntó mientras su rostro se llenaba de angustia y asco. ¡Durante 8 horas coacciono, obligo, miento, y manipulo a personas que no necesitan tóner…que quizás no tengan impresora… pero que caen víctimas de las técnicas del manual y terminan por comprar el preciado producto! Y, además, mi jefe decidió quitarnos las sillas ¡Ahora trabajamos de pié! Dijo que de esa manera nos motivaríamos más. El odio que reflejaba su rostro en este momento era realmente aterrador.

Contuve mis ansias de gritarle que saliera de ahí inmediatamente y prendiera fuego a ese manual manipulador de mentes. El trabajo de Tomás era realmente patético, era de esos que habíamos jurado nunca tener –o mantener-.

-¿Recuerdas el pacto que firmamos en abril de 1998? Le pregunté.
-Si
-Vale. ¿Estás buscando otro trabajo?

Silencio.

¿Qué le pasa? ¿Por qué no responde? Le miré fijamente tratando de encontrar respuesta. Tomás bajó la cabeza y dijo: “Bueno… tuve una entrevista…”

-¡Sí! ¡Estupendo! ¿De qué se trataba? ¿Te gustó? ¿Te han llamado?
-Bueno, a decir verdad me gustó mucho el cargo que me ofrecían. Era para coordinar a los jardineros del Zoológico. Desde las 7:00 horas hasta las 15:00 horas. 1.500 Euros.

“Dios… ¿Porqué nunca habré aprendido jardinería?... Si mi papa me hubiese apuntado a Jardinería en vez de a Karate quizás podría aplicar a esta oferta de trabajo… ahora no soy ni jardinera, ni karateca… ” Se dibujó una sonrisa en mis labios al recordar aquél único combate en el que luchamos cuerpo a cuerpo mi hermana melliza y yo. Aquella pelea no era como las de casa –esas de tipo lucha libre en el colchón grande de papa y mama cuando éstos estaban en el trabajo-. Esa era real. Y no nos gustó. El sensei al ver que no nos golpeábamos decidió suspender el combate. Esa fue la última vez que fuimos al Karate.

Tomás continuó con lo sería la prueba final de su estado de apagón: “No sé si me han llamado…tengo el teléfono de casa estropeado desde hace un mes…y el móvil no lo pago desde hace tres…”

¿Qué? ¿Para qué hace entrevistas de trabajo si sus teléfonos no funcionan? ¿Por qué no arregla sus teléfonos?

El sonido del timbre de la casa interrumpió nuestra conversación. En cierta forma lo agradecí, pues tenía que analizar toda la evidencia que había recabado en cuanto a la situación que estaba marchitando a mi amigo.

Tomás se aproximó a la puerta y abrió.

-¡Bon jour! ¡Mi sobgrino pgrefegido! Gritó una señora mientras se abalanzaba hacia los brazos de Tomás. La mujer era hermosa. En sus setentas guardaba una energía envidiable y por entre sus ropas se podía concluir que tenía más masa muscular que su sobrino.
-¡Tía Charlotte! ¡Que sorpresa! Pasa, pasa por favor, ponte cómoda. Vienes de muy lejos, debes estar agotada. Tomás la guió hasta el sofá donde yo me encontraba sentada.

La tía Charlotte, viuda del tío que legó la casa a Tomás, había venido desde Francia para sorprender a su sobrino el día de su cumpleaños. Y, sin lugar a dudas, lo sorprendería.

Tomás ofreció una cerveza a su tía, pero ella se negó, alegando que su cuerpo solo toleraba el vino y que esa bebida repugnante podía usarla para irrigar las plantas. “Justo…” pensé yo. La tía Charlotte sacó de su maleta dos botellas de su propio vino y nos ofreció una copa a cada uno. Nos contó que era la última de sus cosechas y que había sido premiado como el mejor vino del pueblo.

Durante dos horas, Tomás, la tía Charlotte y yo conversamos alegremente y tras haber bebido aquellas dos botellas de vino el ambiente se tornó perfecto.

La tía Charlotte conocía muy bien a su sobrino, y, aunque Tomás intentó ocultarlo, ella sintió el apagón. Había visto el abandono de las flores, de la energía, y de las pasiones de Tomás.

-Voy al baño. Nos dijo Tomás. Se incorporó y se dirigió hacia el interior del pasillo que conducía al baño.

Charlotte se quedó observando fijamente a su sobrino mientras este caminaba. Su mirada se tornó un tanto oscura. Al ver que en ella también habitaba la semilla de la preocupación, tomé la decisión de contarle todo lo que sabía sobre Tomas.

La señora escucho atentamente. Asentía y cerraba los ojos mientras sonreía levemente. Mostraba esa tranquilidad de quien ha vivido muchos años. Esa tranquilidad de quien sabe casi todo.

-Hija, si hay algo que se aprende con los años es prestar atención a los pequeños detalles.

¿Qué detalle podría haber obviado? Me pregunte, mientras me sumergí en la voz de aquella mujer con acento francés.

-Claro que debes preocuparte por Tomás. Ha dejado de hacer lo que le gusta. Y, aunque sabe que no es feliz, no hace nada para cambiarlo. Cuando está cerca de llegar a la meta abandona la carrera sin explicación alguna. Pero eso, cariño, tiene una explicación, y la has tenido durante todo este tiempo frente a tus ojos.

-¿Dónde? ¿Cuál es la explicación Charlotte? Pregunté.

La señora comenzó a reír a carcajadas mientras daba un pequeño trago a su copa de vino. Luego prosiguió:

-La respuesta está en los pies de Tomás; lleva Sabots. Dijo la enigmática señora.

¿Qué tendría Tomás en los pies? Por más que intentaba recordar algún episodio que hubiere afectado a los pies de mi amigo no podía recordar. Y, ¿Qué son los Sabots?

-Durante la Revolución Industrial, los obreros, en lucha por mantener sus puestos de trabajo, decidieron usar Sabots. Los Sabots (vocablo francés que significa sueco de madera) hacían que estos hombres caminaran lentamente y que se movieran ineficazmente. De allí que la ineficiencia organizada se denomine…

-¡Sabotaje!... ¡Vaya!... dije en un susurro.

-Todos somos nuestros propios trabajadores ¿No es así?; Para hacer realidad y llevar a fin todas nuestras metas debemos respetar nuestras propias responsabilidades y obligaciones ¿No es así?... Si te dijera: ineficiencia organizada por el trabajador para impactar negativamente al empleador ¿En qué pensarías?

-En Sabotaje

-Exacto. Durante todos estos meses, Tomás ha estado usando sabots para hacer especialmente ineficaz su trabajo consigo mismo para lograr su felicidad. No llama a Ana. No acepta su invitación a un café. Decide dejar de comer chocolate por creer que esa es la razón de sus problemas. No repara sus teléfonos para recibir llamadas de los empresarios que están dispuestos a contratarle… Sabotaje… puro y duro.

En ese momento Tomás regresó de su largo viaje al baño. Nunca le pregunté porque había demorado tanto, porque en realidad ese tiempo había sido crucial para el esclarecimiento de los hechos que ocupaban mi mente.

Al verlo acercarse miré sus pies. Tal y como lo había dicho Charlotte, Tomás llevaba unos suecos de madera que además de ser bastante ridículos parecían ser sumamente incómodos. De allí que no pudiera moverse eficazmente.

Charlotte me miró y sonrió. Tomás comenzó a sospechar que durante su ausencia algún tipo de complot se había organizado en ese salón.

-Tomás. Dije. En realidad vine porque no sabía que regalarte para tu cumpleaños, y, entre Charlotte y yo, te vamos a regalar algo que te hará sentirte en movimiento otra vez…como en los viejos tiempos… ¿nos acompañas? Pregunté. Tomás dudo un par de minutos y finalmente accedió. Sin cambiarse de ropa nos acompañó al centro comercial.

Charlotte y yo guiamos a Tomas por el Centro Comercial y nos detuvimos frente a la tienda de zapatos más famosa de la ciudad. Allí encontraríamos lo que buscábamos.

-Perdone, buenos días, ¿Podría decirme cual es el zapato más ligero que tiene en stock? Pregunté al vendedor.

-¡Si! Sin duda alguna las zapatillas F1. Son la última generación de zapatillas ultraligeras. El material es una mezcla de aire y goma, lo que hace que sea casi imperceptible para los pies.

“Perfecto” pensé. Charlotte asintió sonriendo.

Tomás miraba de un lado a otro sin entender muy bien el porqué de nuestra exagerada emoción y complicidad para comprar un par de zapatos.

Unos minutos después regresó el carismático vendedor con las zapatillas F1. Las sacó de la caja y las entregó a Tomás.

Tomás se quitó sus sabots y se puso las zapatillas F1. Se incorporó lentamente y fue hasta el espejo más cercano para mirárselas.

“Si…me gustan… y, no sé… me siento muy bien…puedo caminar mejor…¡Que extraño! ¿No les parece?” decía frente al espejo.

-No, no nos parece extraño hijo mío. Respondió Charlotte mientras reía sin parar. Yo me uní al coro y finalmente el vendedor nos acompañó en la alegría.

Sin que ninguno de los presentes pudiera descubrirme yo había tomado los horrorosos suecos de madera y los había tirado a la basura. “No sé si se quede con las F1 pero de estos suecos que se olvide…” pensé.

-¿Por qué no corres un poco alrededor de la tienda y me dices que tal te sientan? Le invitó el vendedor. Al parecer el vendedor era nuestro nuevo miembro en el equipo anti-sabotaje.

Seguidamente Tomás comenzó a correr alrededor de los anaqueles y cajas de zapatos; tropezó con algunos clientes pero, para ese momento, Tomás ya no pensaba en ellos. Se sentía feliz. Podía moverse libremente. Nada le detendría a partir de ese momento. Llamaría a Ana esa misma noche y le invitaría a dos cosas: a salir con él y a tomarse un chocolate caliente con un trozo de brownie.

Charlotte y yo no podíamos dejar de reír mientras veíamos que la luz había vuelto a nuestro Tomás.

-¿Me prestas tus zapatillas F1 para ir a la caja y pagarlas? Le pregunte cuando dejó de correr como un niño de 4 años –mi premura fue motivada más que nada por el destrozo huracanado que ocasionó Tomás en la tienda de zapatos-.

Tomás nos miró, se acercó a nosotras y nos dio un beso a cada una: “¿Darte mis Zapatillas F1? ¡No! ¡Me las llevo puestas!”

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