lunes, 18 de julio de 2011

Sube al Ascensor



Durante todos los años de mi corta –o digamos mediana- pero muy aprovechada vida, siempre he vivido en edificios. He vivido en octavas, décimas y doceavas plantas. Por tanto, el ascensor siempre ha sido un elemento fundamental para mí y mi familia.

El ascensor era para nosotros como el pan mismo, como el agua o como el aire que respirábamos en aquellos momentos, así que, cuando se estropeaba, toda nuestra vida se desequilibraba y reinaba un caos repugnante. Sobre todo teniendo en cuenta que el ascensor siempre se estropeaba cuando habíamos ido de compras y todos los miembros de mi familia llevábamos al menos 5 bolsas en cada una de nuestras manos.

En cierta forma, creo que los constantes fallos mecánicos en aquél ascensor que nos llevaba hasta nuestra doceava planta, indujeron a mis padres a mudarse. La gota que rebasó aquél barril, fue el día que compramos nuestro primer árbol de navidad. Mi madre quería uno grande –era el primero, tenía que ser colosal-. Así pues, mis padres compraron un árbol de 2 metros de altura, y junto a él, todos los adornos que pudieran tupir generosamente aquel gran follaje. En total, llenamos el maletero del coche y el asiento trasero con una caja de 2,50 metros de largo, y 10 bolsas llenas de adornos. Al llegar a nuestro edificio y posarnos frente al ascensor, leímos, con estupefacción, un cartel que habían dispuesto en su puerta “FUERA DE SERVICIO” … Por tratarse de nuestro primer árbol de navidad, decidimos no ir a dormir a casa de la abuela y regresar al día siguiente. Mis padres se hicieron con dos bolsas cada uno y entre ambos cargaron la caja que contenía nuestro árbol. Nosotras, pequeños renacuajos llenos de alegría y de espíritu navideño, cargamos con las bolsas restantes. Hicimos dos o tres paradas antes de llegar a nuestro destino, pero repito, la fuerza que nos empujó a subir andando todos aquellos pisos, fue la navidad. Fue el espíritu de nuestro Señor que estaba a punto de nacer.

La existencia de este aparato –cuando funcionaba- que nos transportaba desde la planta baja hasta nuestro hogar tenía sus desventajas. Por ejemplo, mi abuela, sufría de claustrofobia, y durante los 5 años que vivimos en la doceava planta de aquél edificio nunca nos fue a visitar. Mi abuela llegaba al portal del edificio, tocaba el timbre y nosotros bajábamos para conversar con ella. Pero ella nunca subió. Salvo aquella ocasión en la que mis hermanos y yo nos enfermamos.

Aquella mañana me desperté como todos los días, me vestí con el impecable uniforme que exigían las monjas de mi colegio y me senté a la mesa. Mi madre se encontraba de espaldas, sirviendo el café. De pronto volteó para mirarme con esa sonrisa que siempre he amado y me dijo, con voz de ternura: “ay… mi niña, tienes paperas” -¿Qué maneras son estas de anunciar una enfermedad?- Evidentemente, su profesión –médico- le ha deformado su conducta. Mi expresión de terror tuvo que haber sido lo suficientemente alarmante como para que mi madre se dispusiera frente a mí, con papel y lápiz, y me explicara detalladamente lo que era esta enfermedad. Me dijo: "Tranquila hija mía, es normal… como la varicela que te dio cuando tenías 2 años pero que no recuerdas. Hoy no podrás ir al Colegio, y recuerda, no puedes estar de pié porque “se te bajan” , y sin más comentario, continuó preparando el desayuno.

Frente al espejo pude ver como mi cara se asemejaba cada vez más a la de una rana. Pero independientemente de mi horroroso rostro anfibio, yo solo pensaba en que las “paperas” se pudieran bajar. No sabía a qué lugar de mi cuerpo se podían bajar, pero, sin lugar a dudas aquella advertencia me mantuvo en cama unos cuantos días. Y más cuando, dos días después, mi hermano se despertó con un par de cachetes anfibios casi igual o peores que los míos, seguida por mi hermana a las 24 horas siguientes. De este modo, y en cuestión de tres días, todos los hermanos nos encontrábamos postrados en nuestras camas sin poder andar por miedo a que se nos “bajaran las paperas” a algún lugar del cuerpo que no conocíamos pero que podía llegar a ser muy pero que muy grave.

Mi abuela deseaba vernos. Como siempre. Pero entre su deseo y la posibilidad de hacerlo realidad, existía un gran obstáculo: EL ASCENSOR.

Todos los días llamaba por teléfono, para preguntarnos como estábamos. Siempre le respondíamos que estábamos bien, que parecíamos ranas pero que no nos dolía nada. Ella insistía en que no camináramos porque se nos podían bajar las “paperas”. Seguidamente nosotros corríamos a la cama y nos acostábamos.

El tiempo transcurrió sin que nuestros cachetes recobraran su tamaño normal así que mi abuela, decidió, firme e irrevocablemente enfrentarse a su terrible adversario, El Ascensor.

Aquella tarde, mi abuela llamó para avisarnos que a las 13.00 horas llegaría al portal de nuestro edificio. Nos preguntó cuantos minutos demoraba el ascensor en llegar a la doceava planta. Le respondimos que nunca habíamos contado el tiempo, pero que podían ser 40 segundos. Mi abuela, armada de valor, y con voz temblorosa, manifestó: "Si a las 13:05 no he tocado a la puerta es que he muerto dentro de ese asqueroso aparato ¡Quien habrá inventado esa atrocidad!" Y cortó la llamada.

Nosotros, tres niños-anfibios, nos reímos y esperamos a que mi abuela tocara a nuestra puerta.

Y así lo hizo. A las 13.01 abrimos la puerta y nos encontramos con una abuela sudorosa y pálida. Inmediatamente la sentamos en el sofá y le dimos un poco de agua con azúcar. Ella, mientras se secaba el sudor, nos miraba como nunca antes lo había hecho. Y nosotros, aunque pequeños, entendimos que lo que acababa de hacer nuestra abuela era un acto heroico por amor a nosotros. Entendimos que aquella mujer, había enfrentado, incluso pensando que podía morir en el intento, a su magno miedo “El ascensor”, para hacer realidad su sueño.

¿A Cuántos ascensores hemos tenido que enfrentar? ¿Cuántos ascensores están justo en frente de ti, a la espera de que subas? ¿Cuántos ascensores han subido sin ti? ¿A cuántas personas has dejado de visitar por no subir en ese ascensor? ¿Cuántas bellezas has dejado de admirar por estar sentado, en el portal de un rascacielos?

Para alcanzar una meta, no se necesita sino tomar la firme decisión de alcanzarla. Incluso si en medio del camino, te cueste la vida. A los miedos hay que recibirlos con un ramo de flores, invitarlos a casa y darles de cenar. Hay que tratarles con amor… y llevarles de paseo. Al final, ese mismo “ascensor” al que temías subir, terminará elevándote hacia tu sueño, o al menos, hacía un lugar más cercano a él.



…En cuanto a las paperas, nunca se nos bajaron a ningún sitio. Creo que es una mentira-médica para mantener a los niños en cama, porque esta enfermedad, se suele padecer entre los 5 y los 13 años.

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