domingo, 17 de julio de 2011

De amor y Océanos


En el océano existen tantas especies como hombres en la tierra. Incluso hay quienes dicen que solo se han descubierto un veinte por cien de las que lo habitan. Esto es un hecho que, a decir verdad, puede ser escalofriante. Puesto que, quizás, puede que en el océano habiten animales gigantes, venenosos y carnívoros a la espera de que algún alma perdida se acerque a sus cuevas. Sin embargo, creo que lo más sano, hasta tanto no se descubra ese ochenta por cien restante, es continuar disfrutando de las especies marinas que ya conocemos y con las cuales podemos convivir en el planeta tierra.

Siempre creí que los únicos seres que sentíamos amor, y por ende, desamor, y sufríamos y llorábamos, éramos los hombres. Hasta aquella tarde del mes de Julio.

Durante aquellos días, me encontraba sumida en un estado de embriaguez universal. De pronto parecía que todos mis experimentos con el universo y el poder que le identifica estaban dando resultado. En medio de mi concentración-comunicación con el mas allá y el más acá, mientras miraba hacia el horizonte, sentada frente al mar, observé como un objeto danzaba en la orilla del mar. Sin dudar ni un segundo, me puse de pié y me acerqué hacia lo que, desde lejos, parecía ser un pequeño baúl.

Se trataba de un baúl, metálico y con un cierre hermético. Cogí el objeto, y me fui hasta el espacio de arena en el que había ubicado mi sombrilla, mi toalla, y mi libro. Abrió fácilmente. No tenía ningún tipo de candado, ni necesité desencriptar alguna clave para hacer girar un perno que activara la apertura del objeto. –qué extraño, ¿no?-

En el interior del baúl se encontraba una carta, protegida muy acertadamente con un envoltorio plástico. Mi corazón latía rápidamente. Así que, para evitar sufrir un infarto en aquél instante, abrí el envoltorio y saqué de su interior la carta. Se trataba de 20 folios escritos con una caligrafía impecable –y muy pequeña, además-. Aquello había llegado a mis manos por algún motivo, y yo, seguidora fiel de los pequeños y grandes mensajes de Dios, me dispuse, sobre mi toalla, y bajo la sombrilla a leer el contenido de aquel profundo, y lo digo literalmente, documento.

“Escribo esta breve historia, para todo aquel que haya naufragado persiguiendo a quien amaba. Escribo para que nunca, ni en el fondo, ni en la superficie del mar, pueda si quiera existir la duda de que aunque no se llegué a alcanzar el final que esperábamos, la meta fue alcanzada. Escribo para que entre los seres que habitan este océano puedan descubrir, con la vista puesta en su sueño, que a veces el naufragio de un amor, no se debe a uno o al otro, sino a la profundidad en la que cada uno de ellos habita”



Con una introducción como esta no pude sino apoyar los codos en la arena e introducirme total y completamente en la lectura que fue haciéndose cada vez mas y mas hermosa. No sabía quien había escrito aquella carta, pero decidí –con mucho esfuerzo- no leer la firma al final de aquel escrito. Y continué leyendo, mientras el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte y las familias comenzaban a recoger sus campamentos –mientras mama recogía, los hijos lloraban por aquél fatídico hecho: el día de playa había culminado. Pobres almas-


“Yo nací en este lugar, a 50 metros de profundidad. Por algunos amigos, sabía que existía mucho más océano y muchas más especies distintas a mí. Además, me explicaron las diferencias entre nosotros y aquellos que vivían a más o menos profundidad. Sin embargo, nunca imaginé que quienes habitaban en la superficie podían ser tan hermosos.

Nosotros, los peces que vivimos a muchos metros de profundidad poseemos características maravillosas. Como vivimos en lugares muy poco iluminados, desarrollamos nuestros ojos y somos capaces de ver a muchos metros de distancia. Además, la mayoría de nosotros tenemos cuerpos luminiscentes, y con éste brillo, solemos ayudarnos entre nosotros y, si, también lo usamos para atraer a nuestras presas.

Siempre pensé que todos los que habitábamos este mar podíamos relacionarnos sin ningún tipo de limitación. Es decir, una vez descartada la posibilidad de que estuviera frente a un depredador, creía que no existía barrera alguna que impidiera enamorarse de uno u otro pez que apareciera por estas aguas.

Una noche, mientras yo descansaba en la arena, todo comenzó a agitarse violentamente. No era una tormenta de las que había presenciado. Se trataba de algo peligroso, porque lo presentíamos. Inmediatamente, nuestro instinto animal nos hizo salir de las cuevas, escondrijos y rocas para nadar hacia el norte. En este momento de crisis, me impactó ver cómo el lenguaje natural se encargaba de manejar toda la situación. Yo nade lo más rápido que pude. De pronto se oyó la más fuerte explosión que jamás se hubiera escuchado en aquel mar.

Seguidamente un silencio eterno se apoderó de mí. Cuando recobré la consciencia no recordaba lo que había sucedido, ni en qué lugar me encontraba, ni que habría sido de mis hermanos y amigos. Sin embargo, a los pocos segundos todo fue volviendo a mi memoria.

Me moví lentamente. Adolorida por los golpes que –supongo- había recibido luego de aquel movimiento brutal de nuestro fondo marino, me acerqué hacia un coral de color rosa brillante. Nunca había visto nada igual. Embelesada por aquellos colores, decidí concentrarme en mi respiración mientras me dejaba llevar por una corriente de agua tibia. De pronto, abrí los ojos y vi que un pez se aproximaba al lugar en el que yo me encontraba. Víctima de muchas historias de terror narradas por mis antepasados, nadé desesperadamente en busca de algún agujero en donde esconderme. Pero aquél pez me ganaba en rapidez y en fuerza. Así pues, decidí jugar mi última carta.

Me hice la muerta.

El pez, se acercó a mí y comenzó a zarandearme, mientras me decía que todo iba a estar bien. Yo pensé que era parte de su estrategia para devorarme íntegramente así que continué en mi estado aparentemente vegetativo. Además pensé, “quizás el “zarandeo” sea la forma de aniquilarme”. Finalmente el pez cesó en su brutal manera de devolverme a la vida. Y ante su evidente preocupación, decidí abrir los ojos. Y le vi. Aquello fue maravilloso. Nunca había visto unos ojos como aquellos. Su mirada superaba con creces, lo que cualquier palabra pudiera expresar.

Y así conocí a Grot. El me ayudó a sanar mis heridas y me explicó que lo que aquello había sucedido se llamaba “Tsunami”. Por noticias llegadas de la superficie, me contó, además, que aquél fenómeno había afectado mucho en la tierra y que muchos hombres habían muerto. Tras varios días recibiendo historias y noticias desde varios puntos de la geografía oceánica, supe que me encontraba a unos 15 metros de profundidad y muy lejos de mi hogar.

Me encontraba totalmente perdida. Mi hogar había sido desplazado a algún lugar que yo desconocía. Mis hermanos quizás habían muerto. Y, por si esto fuera poco, me costaba respirar y no había alimentos para peces como yo.

Grot era un pez libre y el conocimiento que tenía a cerca del universo, y de la esencia de todo aquello que nos rodea, me llevó, obligatoriamente a intentar adaptarme a aquel nuevo mundo que me ofrecía una razón para continuar sonriendo. Yo, pez de fondo y luminiscente, no demoré mucho tiempo para comenzar a sentir por Grot algo más que un sincero agradecimiento.

Durante aquellas semanas, mi cuerpo comenzó a adaptarse a la presión, y respirar a 15 metros de pronto se me hizo sencillo. Además, con la ayuda de Grot, encontré dos o tres plantas que satisfacían mi apetito. Aquello era realmente maravilloso. El colorido de ellos, de sus corales, de sus plantas… había tanta vida en aquel lugar. De pronto la oscuridad de mis cuevas y mis amigos brillantes se me antojaban aburridos y sin sentido.

La sencillez de Grot le daba sentido a mi profundidad, y mi profundidad se la daba a la sencillez de Grot. Era una simbiosis perfecta. Ambos estábamos en el lugar preciso para aprender el uno del otro lo que necesitábamos para seguir adelante en busca de nuestros sueños.

Unos meses después, comencé a sentir que mi cuerpo no estaba bien. Mis aletas no reaccionaban y ni que decir de mi capacidad luminiscente.

Con preocupación la colonia que habitaba a 15 metros de profundidad me examinó y determinaron que, debía regresar a mis profundidades lo antes posible. De no ser así, mis órganos comenzarían a fallar uno a uno hasta llevarme a… mi muerte.

Grot decidió acompañarme. Así pues, comenzamos el descenso. Cada metro que descendíamos producía serias consecuencias en Grot, puesto que su cuerpo no estaba acostumbrado a esas presiones. Y sin embargo el mío, se adaptaba rápidamente. No obstante, Grot, luchador por naturaleza, intentó desafiar a su cuerpo, una y otra vez. Metro a metro. Cuando nos acercábamos a los 30 metros, noté como de pronto, su cuerpo se hacía más compacto, más delgado. Y le exigí inmediatamente que se detuviera.

En aquel instante, comprendí que Grot ya no podía descender ni un metro más. Sus huesos se estaban comprimiendo lentamente y no existía en aquel lugar alimento que pudiera revitalizar a Grot. Yo, por mi parte, ya no podía regresar a la superficie. Le miré fijamente, y él me devolvió la mirada. No hizo falta palabra alguna. Ambos supimos que era el momento de nuestra despedida.

Mis ojos se llenaron de lágrimas y la única palabra que pude pronunciar fue: Gracias. Le agradecí por haberme ayudado a superar aquel tsunami. Le agradecí por haberme guiado en mi adaptación a un mar distinto. Le agradecí por haberme hecho recordar que se siente amar incondicionalmente y ser amado del mismo modo. Le agradecí por haberme recordado que a él, a mí, y a todos, nos une una fuerza mucho mayor que cualquier tsunami: el amor. Le abracé por un buen rato, hasta que recordé que él debía ascender inmediatamente. Le pedí que nunca olvidara que en el fondo del mar tiene a alguien que le ama incondicionalmente. Porque con él, entendí que el amor no se desvanece con las distancias. Entendí que el amor vive y perdura eternamente independientemente de la posibilidad que tengan dos cuerpos de estar unidos físicamente. Entendí que el amor, es un sentimiento que se lleva en el alma y no en los cuerpos.

Mi regreso a las profundidades fue doloroso. Fui descendiendo lentamente mientras veía alejarse a aquél pez que llegó a mi vida para enseñarme la grandeza y la pureza del amor.

Las coordenadas que me habían dado fueron las correctas pues llegué, sin pérdida alguna a mi hogar. Allí estaban mis hermanos y mis amigos. Cada uno tenía una historia distinta que contar sobre los meses que estuvieron deambulando por el vasto océano que nos rodeaba.

Hoy, decidí escribir mi historia para todos aquellos que han amado a alguien de otros océanos. Yo, pez de profundidad y cargado de luz, intenté vivir en aguas superficiales. Intenté adaptarme de todas las maneras posibles a aquella vida, a aquellos alimentos, y sin embargo no pude soportarlo. El, pez de aguas superficiales, colorido y soñador, hizo hasta lo imposible para lograr descender a los confines de mis orígenes, pero casi le cuesta la vida.

Y es que en este vasto océano, en el que todos respiramos del mismo modo, debemos comprender que, en muchas ocasiones, el naufragio de un amor, no depende del compromiso del uno o del otro, sino de su propia naturaleza. Debemos comprender que, si vemos a nuestro pez azul fallecer lenta y dolorosamente, es porque algo anda mal. Pues o uno o el otro está fuera de su hábitat.

A 50 metros de profundidad, se despide este pez que, durante algún tiempo, intentó amar en otros océanos

Firmado: Estrella”




Tras haber leído aquél escrito, ya había caído el alba. No quedaba ni un alma en aquella playa de arenas pálidas. Y sin embargo, no sentí soledad. Doblé cuidadosamente todos los folios, y los introduje nuevamente en el baúl. Caminé hacia la orilla del mar y lo lancé lo más lejos que pude. Mar adentro. Esta carta tenía que ser leída por muchas más personas en esta vasta tierra en la que habitamos hombres y mujeres de distintas profundidades, y que, en más de una ocasión hemos intentado, incluso arriesgando nuestra propia vida, amar en otros océanos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

tu fan negro ha vuelto!!!!