domingo, 6 de febrero de 2011

No acepte imitaciones


Todas las tardes jugábamos a las escondidas. Durante esas horas éramos las personas más felices del mundo. No existía el tiempo ni el espacio. Todos nuestros pensamientos se enfocaban en encontrar ese lugar imposible de hallar. Debía ser un lugar en el que pudiéramos introducirnos y mantenernos en silencio para no poder ser capturados. La adrenalina se apoderaba de nosotros. Nuestro corazón latía con más fuerza mientras escuchábamos la voz de nuestro perseguidor llamándonos por nuestro nombre.

Un estornudo, una carcajada inesperada, un ataque de hipo nervioso o un movimiento incontrolado terminaban por dejarnos en evidencia ante nuestro adversario, y tras un último intento de escape éramos atrapados. Y esta secuencia se repetía una y otra vez.

En nuestro grupo, yo era de las más fáciles de hallar. Y, esto por dos razones fundamentales: siempre elegía el mismo lugar para esconderme –tenía un favoritismo inexplicable por los cestos de ropa sucia- y mi risa me delataba una y otra vez. Por tanto mi adversario solo tenía que hacer dos cosas: ir al cesto de la ropa sucia –en todas las casas había uno- y/o escuchar con atención por donde caminaba. Sin embargo, tuve el placer de jugar a las escondidas con artistas natos. Se mimetizaban con la naturaleza que les rodeaba. Recuerdo una tarde en la que nunca encontré a un niño –se llamaba Gaspar-. Grité durante 2 horas que saliera de donde estaba pues el juego había terminado. El nunca me creyó pues ésa era una técnica que solíamos emplear para hacer que la persona saliera de su escondrijo y luego atraparle. Esa tarde me fui a casa y nunca logramos saber donde había estado Gaspar.

A la mañana siguiente, la madre de Gaspar llamó a la mía y le informó que su hijo estaba en el hospital. Según le comentó, le había encontrado dentro de la nevera. No se trató de nada grave. Los médicos le diagnosticaron una hipotermia no muy severa y un catarro bastante respetable. Nada que una sopa de pollo y una buena mantita no pudiera solventar.

Nunca supimos a ciencia cierta cómo Gaspar logro vaciar la nevera para introducirse en ella en tan corto tiempo. ¿Dónde guardó los alimentos que había sacado? ¿Cómo pudo soportar durante tanto tiempo? Gaspar era un artista en este juego. Era de estos niños que no temían a nada. El se escondía dentro de lavadoras, chimeneas, y sobre los tejados. Razón tuvo su madre al prohibirle categóricamente que jugara a las escondidas durante los años que le quedaran de vida.

Me gustaría saber de Gaspar, ¿A que se dedicara? ¿Será policía? ¿Creativo? ¿Diseñador de interiores? ¿Analista financiero? Me gustaría saber si sigue escondiéndose…

A los 6 años, el juego de las escondidas era un reto, una aventura, un momento maravilloso en el que con toda la astucia que pudiésemos albergar en nuestro intelecto –muy poca en mi caso- poníamos a prueba la labor investigadora del adversario. No existía el miedo. No existía el mañana. No existía el hambre. No importaba si ganábamos o perdíamos pues, seguiríamos intentándolo.

Hoy, han pasado muchos años desde aquél momento. Y si pudiera volver a jugar a las escondidas volvería a elegir el cesto de la ropa sucia. Y es que, la mayoría de las decisiones que tomamos a los 6 años, siguen vigentes hasta que mueres. En ese momento ya somos nosotros y por tanto, lo que seremos en el transcurso de nuestras vidas. Somos ésa personita de 6 años con ciertos añadidos que vamos recopilando durante años. En mi caso, ambas situaciones siguen en vigor: el favoritismo por esconderme en cestos de ropa sucia, y la risa nerviosa que continúa delatándome ante cualquier intento de engaño.

Yo quisiera jugar a las escondidas otra vez. Pero a éste juego, el original. No al otro que juegan muchos adultos.

En varias ocasiones, acepté, bajo engaño, jugar a este mal llamado “las escondidas”. La dinámica del juego es bastante parecida, pero, sin embargo, la esencia es totalmente distinta. Es una imitación. Y es muy pero que muy peligroso.

-¡Juguemos a las escondidas! Dijo él.

Habían transcurrido más de 15 años desde la última vez que había jugado. Automáticamente regresé a aquellos momentos. La emoción me embargó casi instantáneamente. De forma inmediata comencé a pensar si habría un cesto de ropa sucia en aquella casa. “Tiene que haberlo” me dije.

-¡Sí! ¡Juguemos! Respondí. Ya mi corazón latía aceleradamente.

-Pero… Yo cuento y tú me buscas ¿Te parece? Dijo él.

-¡De acuerdo! ¡Comienzo a contar! Dije con entusiasmo. Me giré hacia la pared. Me cubrí los ojos con el antebrazo y me apoyé lentamente sobre él. Comencé a contar. Conté hasta 50 tal y como lo habíamos acordado.

- 48…49… y 50. El número cincuenta se gritaba, para que la persona supiera que ya comenzaría la búsqueda.

Se trataba de una vivienda de una sola planta. Dos habitaciones, un baño, el salón y la cocina. Sería fácil. Era un espacio reducido y mis años de práctica en este juego me daban cierta pericia en el arte de buscar. Comencé por el cesto de la ropa sucia. Busqué en armarios, debajo de las camas, dentro de la bañera, dentro de la nevera –en honor a Gaspar-, detrás de muebles, etc. Nada. Transcurrieron poco más de 2 horas. Ya comenzaba a desesperarme. ¡Sal de donde estés! ¡Ya no es divertido! ¡No quiero jugar más! Gritaba mientras deshacía el camino recorrido una y otra vez. Nunca recibí respuesta. Aquella tarde me fui de su casa sin saber donde se había escondido.

Cada tarde, decidí ir a casa de mi amigo. Le llamaba insistentemente. Busqué en los sitios más descabellados. Golpeaba con los nudillos en paredes, armarios y en el suelo en búsqueda de pasadizos secretos. “Si suena un vacío es que hay algo…” pensaba.

Pasaron muchos años. El decidió no salir nunca más de su escondrijo. Quizás, al principio, quiso salir, pero con el tiempo, se acostumbró a quedarse ahí, en ese lugar. ¡Sal de ahí! ¡Por favor! ¡Que ya no hay crisis en España! Nada funcionaba. Y nada funcionó. No volví a verle. El decidió no salir de ese lugar. Decidió apagarse y apartarse de todo lo que a su alrededor sucedía. Decidió abandonarnos y sumirse en el silencio de su propio ego.

Otras dos personas me engañaron de la misma manera. Me invitaron a jugar. Advirtieron que yo tenía que contar y que ellos se esconderían. Y nunca, jamás, pude encontrarles.

Ahora, cada vez que alguien me invita a jugar a las escondidas, solicito el sello de garantía. Pues me niego a aceptar la imitación.

Ese lugar en el que se encuentran acabará cediendo. Ese agujero se iluminará. Esa balda se romperá. Está bien esconderse alguna vez. Por algún tiempo. Probar un poco del lado oscuro para aprender a valorar la grandeza de la luz. Pero no permitas que pase mucho tiempo. Acabarás adaptándote y olvidando que aquí fuera, estamos buscándote.

Sé que a ellos les gusta estar informados. Y que donde están tienen conexión de internet. Y que, con casi total seguridad estarán leyendo esto.

Por una cuestión de protección de datos de carácter personal, no diré tu nombre, ni el tuyo, ni tampoco el tuyo. Solo quiero que sepan que aquí fuera, tenemos a todos los cuerpos de seguridad en alerta. Tus fotos tapizan las calles de la ciudad. Esa felicidad que buscabas está aquí y no ahí donde estas. Ahí no estás viendo todos los milagros que suceden cada día. Solo tienes que tomar la decisión. Hazlo. Estaremos aquí fuera esperándote. Siempre.

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