
No entendía el porqué de muchas cosas. Yo tenía 7 años y comenzaba a descubrir el funcionamiento del universo. Lulú era mi amiga del colegio; con ella estudiaba, hacía mis deberes y jugaba en el recreo. Ella era mi mejor amiga y la quería muchísimo. Una mañana ella dejó de hablarme, y eso, para mí, fue lo más doloroso de los siete años que llevaba con vida. “¡Pero si yo no le hecho nada! ¿Se habrá molestado porque no la di la mitad de mi sándwich el martes pasado? ¡Es que tenía mucha hambre!” pensaba mientras caminaba hacia el lugar donde ella se encontraba.
Lulú, al ver que yo me acercaba giró su cuerpo entero y me dio la espalda. Yo continué y me detuve detrás de ella: “¿Por qué no me hablas Lulú?” pregunté mientras ahogaba el llanto. Ella se quedó inmóvil. Yo conocía esa práctica criminal. Era la “ley del hielo”. “Lulú, a mi no me puedes hacer esto. Te estoy hablando así que respóndeme” Le exigí. Algo hizo que Lulú dejara de ignorarme con la frialdad del hielo y volteó su cara. Mirándome fijamente me dijo: “Mi mamá me ha dicho que tu no me convienes. Que eres una niña muy rara y que si me ve contigo no me comprará mas helados ¡Así que vete de aquí!”.
Claro que me fui. En cierta forma yo no quería que dejaran a Lulú sin helados para toda su vida. “¿Rara yo?” pensé. Esa tarde mi padre me recogió al colegio como siempre. Al llegar a casa, y sin haber abierto la puerta sentí el olor de mi plato favorito: Maíz –si, solo mazorcas de maíz cocinadas en agua con sal y untadas con mantequilla-.
Mi corta vida comenzaba a ser totalmente normal y ya había curado las heridas de mi primera ruptura amistosa, cuando una mañana de mayo una monja de mi colegio me llamó a su oficina: “¡Usted! ¡A mi oficina Ya!”.
-¿Pero que hecho esta vez? Susurré. Gracias a Dios ella no pudo escuchar.
El temblor de mis piernas era imperceptible pero en realidad no sabia como me podía mantener en pié. Me aterrorizaban las “llamadas” urgentes a las oficinas de Dirección, Subdirección, Coordinador, y demás cubículos habitados por adultos dentro de un colegio.
La Monja cuyo nombre borré de mi mente –por aquello de que los hechos traumáticos se suelen bloquear en la memoria- me invitó a sentarme en la silla de los “castigados”. Ella se sentó frente a mi y me miró con una sonrisa maquiavélica: “Niña, he recibido quejas de varios profesores. Es por ello que te he traído aquí y he citado a tu padre”. “¿Qué? ¿Mi padre? Pe...” pensé. Él entró a la oficina de la monja con una sonrisa muy típica en el, y la mujer no le correspondió en lo mas mínimo. Comenzó su acusación inmediatamente:
“Señor, quiero que Usted esté presente mientras hablo con su hija, porque ha decir verdad, ya estamos cansadas de recibir quejas diariamente por su comportamiento insolente”. Mi padre dejó de sonreír y fijó su mirada en la monja. Ella continuó: “Todos los días –hizo énfasis en TODOS- durante los últimos meses, algún profesor viene a quejarse de su hija, porque ella no sabe comportarse.”
-Perdone Madre, pero, ¿A que se refiere Usted con que eso de que mi hija no sabe comportarse? Dijo mi padre. “¡Gracias Dios!” pensé. Mi padre siempre me defendería. Era mi héroe. Incluso en este momento en el que se me acusaba de algún tipo de mini-herejía. Y allí la monja calificó mis delitos:
-“Esta niña nunca está quieta, se pasa todo el día haciéndole muecas a sus compañeros de clases para que se rían, y claro, esto hace que los otros le sigan el jueguito. Es como una payasa de circo. Además, ya varios profesores me han dicho que se ríe mucho en clases y que lo hace fuerte, a carcajadas, y eso, eso no lo puedo permitir en un colegio como este”.
Ese día decidí hacerme autónoma.
La respuesta de mi padre fue clara. Soltó una carcajada que se pudo escuchar a 100 metros de la oficina. La monja no supo qué hacer. Ella no tenía como fundamentar su acusación, y aunque en aquel entonces yo no lo sabía, toda persona se presumía inocente hasta que se demostrara lo contrario.
La madre de Lulú vivía por cuenta ajena (vivía bajo la dirección de uno o varios empresarios: madre, padre, tío, primas, vecinos, etc.). Esa era el tipo de vida que le habían enseñado y el que le quería mostrar a Lulú –por eso yo era rara… yo era autónoma-.
La monja de mi colegio, también vivía por cuenta ajena y en una relación laboral bastante antigua –miles de años-. Las risas, los cantos, los juegos y la alegría no eran permitidos en su manual de instrucciones. Y fue por eso que me sometió a un juicio sin ningún tipo de garantía procesal donde mi única defensa fue mi padre.
Mi padre salió de la oficina de la monja y me pidió que le acompañara. Yo miré a la monja y ella asintió – “no soy hereje” pensé. Él me besó en la frente y me dijo algo que recordaría toda la vida “¿Ella te paga?” y yo respondí que no. Entonces continuó: “Si no te paga no es tu jefe...así que la puedes mandar al mismísimo….”.
Muchos años han pasado, y cada vez que alguien me sienta en un banquillo de acusada me pregunto “¿El te paga?”
3 comentarios:
Amiga muy buena anécdota... jajaja se me vino a la mente una de esas tantas monjas que se creían "jefes" de nosotras... "¿él te paga?" muy buena pregunta, todo un genio tu padre XD Saludos amiga, un abrazote!!
Mas inteligente tu papa y me mato!!!! jajajaja es asi!!
pues en definitiva bloqueas los recuerdos amargos, jajajja la que me pellizco una vez ni recuerdo su nombre y lo comico es que veo una monjita en la calle y me encantan.... diossss... :S
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